Las tribus urbanas postmodernas agrupan a individuos con gustos similares, iguales hasta donde es posible: la misma ideología porque lo que hacen se refleja en lo que piensan, los mismos gustos musicales, una jerga.
El hombre es un animal visual; quizá por eso, en la atomización postmoderna de la sociedad, en la fragmentación que admite como congéneres sólo a los próximos en contacto, el reconocimiento se da por la vestimenta y en menor medida por preferencias musicales.
Cada tribu tiene características diferenciales, pero estereotipadas: un lenguaje común, un estilo, vestido, conductas y gustos. Toleran mal o no toleran a las otras tribus ni a las críticas de la sociedad de la que quisieran desprenderse.
Lo que busca un miembro de una tribu es hacerse una opinión, que tendrá por personal, y comunicarla en las redes. Y una moral igualmente propia, que en realidad será copiada, como todo, porque lo que menos abunda entre ellos, como en todas partes, es el genio creador.
Se perfilan y se enfrentan entonces individuos identificados con algún aspecto mínimo de la realidad, muy reducido pero muy significativo para ellos, como una banda de heavy metal o la camiseta con la cara del "Che" Guevara. Si alguien desprecia en las redes a la música que los fanatiza, por ejemplo, tendrá de inmediato sobre él una nube de invectivas e insultos pero ninguna reflexión sobre valores musicales.
Finalmente, cada tribu se pretende superior a las demás y las discrimina. La desintegración se vuelve cada vez más grave y mayor la pérdida de identidad justo cuando se trata de procurarse una.
Cada grupo exige expresarse sin limitaciones en un mundo muy poblado. Pretende entonces silenciar a los otros, que ve como obstáculos o competidores. Cada grupo termina aceptando y reclamando limitaciones impuestas a los demás que lo afectan también a él: camina hacia el despotismo voluntariamente y sin saberlo. Aparece la cultura de la cancelación dentro del propósito de anular al otro.
Parecen contestatarios rabiosos pero solo se vuelven unos contra otros en una lucha sin fruto, porque no afecta al verdadero poder que las administra y que sigue vendiéndoles toda la parafernalia que necesitan para construir su identidad vacía.
En cuanto al sentido de pertenencia, en algo recuerdan al proletariado interior del imperio romano, que cuando llegó el momento tuvo sobre la sociedad un efecto tan devastador como el que causaron los bárbaros, que eran el proletariado externo.
Según Toynbee, que analiza así ese momento de la historia, ni los bárbaros ni los cristianos hubieran podido derrotar a Roma; no hubiera habido "triunfo de la barbarie y de la religión", como dijo Gibbon, si antes el propio imperio no se hubiera autoinfligido las heridas que lo debilitaron.
Hoy en día la identidad colectiva está rota, surge apenas cuando hay confrontaciones entre Estados. La sociedad afronta luchas internas desde las identidades en que se ha diferenciado.
El ideal ilustrado de orden y progreso comenzó a vacilar a principios del siglo XX hasta estallar en la primera guerra mundial como un regreso inesperado de la barbarie, justo cuando el futuro luminoso parecía envolver a todos en su paz ideal.
La razón se venía disociando de la sentimentalidad desde el Renacimiento hasta alcanzar una presunta dignidad divina con la revolución francesa; pero de pronto apareció como un instrumento de infligir sufrimientos sin limite.
La caída del muro de Berlín fue la señal para construir el mundo neoliberal, globalizado, con libre intercambio de fondos y mercancías sin la cobertura del Estado nación que venía funcionando desde la paz de Westfalia. La promesa fue organizar mejor la sociedad, la realidad fue la aparición de fronteras de odio desconocidas antes.
A las guerras mundiales siguieron sin interrupción guerras locales, a la prometida supresión de la barbarie siguieron nuevas formas de identificación y diferenciación, nuevas aversiones que aumentan la fragmentación.
Después de 1945 se hizo visible el relativismo social, el extrañamiento de valores antiguos, desprestigiados, caducos, ridículos. Aparecieron grupos contestatarios como los hippies, el poder negro en los Estados Unidos, los existencialistas en Europa.
En un larguísimo período apenas conocido, centenares de miles de años, la humanidad habría vivido en tribus pequeñas, de algunas decenas de individuos, que no tenían consciencia de pertenecer a la misma especie que otras tribus. Eran rivales, y lo primero era defenderse, cerrar filas contra los peligros.
La modernidad pretendió terminar con las tribus como tales, que resisten como un atavismo en casi todo el mundo; pero junto con el fracaso de su proyecto, con la confusión de verdad y opinión -con la fractura de la verdad en multiplicidad de opiniones- reaparecieron las tribus. El arte recogió el posmodermismo: conciertos sin música, cuadros sin marco, relatos sin historia.
La identidad eran las raíces, el terruño, la historia de la comunidad; pero ahora eso ha desaparecido o está en trance de desaparecer. Valen las redes, los flujos, las migraciones, las estructuras rizomáticas de Deleuze, lo instantáneo y desvinculado.
De la Redacción de AIM.
Dejá tu comentario sobre esta nota