En sentido amplio, el Estado se puede entender como la evolución consolidada de las correrías de bandas de piratas como las que dieron asunto poético a la Illiada.
Según el ángulo con que se mire, es materia de la epopeya o instrumento del dominio de algunos sobre el resto, a partir del momento en que el trabajo produjo excedentes apropiables mediante la guerra, el saqueo o el robo; es decir, desde la revolución neolítica.
En sentido más estrecho, el Estado moderno como lo entiende Occidente -el que tenía en mente Maquiavelo cuando aconsejaba a los príncipes del Renacimiento sobre cómo conquistarlo, mantenerlo y acrecentarlo- nació hace medio milenio con la declinación del feudalismo en Europa.
Se organizó de modo de tener el monopolio del poder político y de la violencia. Definió qué es legal y se arrogó el derecho de administrar justicia. Desde entonces, quien pretenda discutir o interferir las funciones del Estado va contra la ley y el orden, es un delincuente y como tal es perseguido y castigado.
La persecución, el castigo y la aniquilación amenazaron a los anarquistas sociales del siglo XIX, que querían reemplazar al Estado por la libre asociación de los trabajadores, que junto con la comuna regional y con la federación nacional e internacional organizarían al ser humano.
Para ellos el Estado niega la libertad incluso cuando la elogia, porque su fundamento es la centralización militar y burocrática, la dominación y el sojuzgamiento.
Desde milenios la existencia del Estado, la necesidad de su mano poderosa, es admitida por los dominados, que como el pájaro que nació enjaulado no sabe que volar es su naturaleza porque no conoce otro mundo que la jaula.
Pero desde hace algunos años, algo de aquellas ideas revoltosas decimonónicas ha vuelto, pero por el otro lado. El proceso creciente de concentración de riqueza en pocas manos, propio del capitalismo monopolista, generó en la mente de los enriquecidos sin límite la idea de desplazar al Estado; pero no ya para reemplazarlo por asociaciones libres, sino para ejercer ellos mismos el poder directo, sin intermediario.
Es lo que el polemista norteamericano Murray Rothbart llamó "anarcocapitalismo" porque el Estado debía ser reemplazado por la sumisión a los plutócratas, presentada como el orden natural de las cosas que solo los "resentidos" rechazarían.
Socialistas en crisis
La idea de que Alemania debía regir Europa como hizo Francia con Napoleón, fue expresada por Heidegger, que la veía como la alternativa única para preservar el legado europeo frente a las dos nuevas potencias que amenazaban con relegarla a un papel secundario: los Estados Unidos y Rusia, que hoy se mojan la oreja en Ucrania con el resto de Europa como comparsa.
Actualmente, Alemania es centro de una Europa en crisis, con su banca y su industria sometidas tan claramente a los Estados Unidos como al final de la segunda guerra mundial.
Y otra vez Europa se ve en peligro ante potencias que surgen o resurgen como China, la India o Rusia. La Unión Soviética perdió la carrera y los Estados Unidos mantienen su superioridad militar como último bastión, con una economía en declinación y una hegemonía en discusión, pérdida masiva de mercados y un frente interno cada vez más complicado que no tardará en convulsionarse como en Texas.
Algunos socialistas europeos, desalojados del gobierno por la crisis capitalista, víctimas de sus actos y de la ingloriosa declinación de su ideología, ya que convalidaron el capitalismo con criterio "realista", tratan de referir la idea de la unidad de Europa a los nazis, con el fin de criticar con más fuerza y soltura las graves dificultades actuales haciendo referencia a un pecado insalvable.
Los socialistas critican con justeza a los que pretenden que la idea de la unidad de Europa es posterior a la segunda guerra mundial para hacerla pasar como un logro "ultramoderno" sin relación con Hitler, Napoleón, la cristiandad ni el imperio de Roma.
Pero en lugar de indagar suficientemente en el pasado los antecedentes, tratan de encontrar en documentos nazis abono para sus puntos de vista. Y los encuentran en cantidad, porque los documentos sobran.
Les resulta más difícil explicar por qué algunos gobiernos de Occidente reciben reconvenciones, órdenes de apretar, recortar y ajustar para finalmente quedar sin los beneficios que creían merecer como reconocimiento de su buena conducta.
Posiblemente el secreto está en la decisión sigilosa de retirar el Estado de la escena para poner en su lugar una junta de notables que decidan sin la gravosa intermediación de los políticos, que se han encharcado en la corrupción al punto de convertirse en inútiles.
La corrupción de los políticos es tolerable para los plutócratas como retribución de servicios, al modo de gastos de representación, pero los cuestionamientos cada vez más enérgicos a conductas grotescas y dañinas podrían llevar a despertar a los que deben permanecer dormidos, y eso no se tolera.
Como los ácratas usuarios originales del nombre, que no pueden impedir que otros lo usurpen, los anarcocapitalistas quieren quitar de la escena al Estado y al gobierno político de la sociedad con excepción de la policía, guardiana de su principio más preciado: la propiedad.
Lo consideran ya inútil a sus intereses, demasiado costoso, pesado y reprochable, como una máquina de guerra anticuada que en un tiempo fue eficaz. Ven ventajoso desplazarlo para ocupar ellos mismos el lugar que hace un siglo los anarquistas sociales reclamaban para organizaciones libres de trabajadores, para la vieja comuna que nunca murió en la consciencia europea y resiste en el resto del mundo
De la Redacción de AIM.
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