Hace tiempo, una propaganda comercial sin mucha atención a la ciencia ni demasiada consideración por la verdad, recomendaba una bebida energizante con la afirmación de que el organismo la asimilaba el 30 por ciento más rápidamente que el agua.
Por supuesto no se ofrecía prueba, que pondría en cuestión la vieja relación entre los seres vivos y el agua que los constituye en porcentajes altos y les hace posible existir, casi tanto como el aire.
La propaganda comercial no desvaría, más bien desvarían los que se dejan arrastrar por ella; creen en ella porque se dirige a los aspectos irracionales que todos tenemos pero no controlamos y que son objeto de estudio detallado para incidir sobre ellos y obtener resultados: ventas, ganancias, votos, voluntades para los candidatos políticos, para la guerra, para los predicadores de cualquier creencia o para lo que sea.
Se trata de generar un sistema de control de voluntades centralizado y eficiente, que prevenga cualquier intento de las masas de alzarse contra el poder constituido, un peligro contra el que advirtieron los planificadores estadounidenses desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Entonces su país se vio con el cinco por ciento de la población mundial y la mitad de la riqueza y entendió que debía anticiparse a los "rencorosos" que tratarían de cambiar esa situación. El plan no ha dado el resultado esperado: el imperio no termina de constituirse cuando sus rivales ya han crecido mucho, pero en el ínterin ha dejado marcas dolorosas.
La ubicuidad de la propaganda en el mundo moderno se puede ver claramente comparando por ejemplo la fotografía actual de una calle céntrica de cualquier ciudad con la misma de hace un siglo: más allá de edificios nuevos y pavimento nuevo, o diferencias de vestimenta y estilo, lo más notorio es la enorme abundancia de carteles publicitarios en la foto actual, en la que además se adivina tanto el ruido como el silencio en la otra.
Recientemente se produjo en Budapest un hecho de menor importancia intrínseca, pero de gran significado simbólico. Un futbolista famoso al nivel de Lionel Messi, el portugués Cristiano Ronaldo, participó de una conferencia de prensa, de las que están estipuladas por contrato, después de un partido internacional en el estadio de Budapest que lleva al nombre nada menos que de Ferenc Puskas, el enorme crack húngaro de los 50.
Cristiano, bien conocido por los argentinos como competidor de Messi en al fútbol español, cuando era delantero del Real de Madrid, se sentó ante los periodistas y vio dos botellitas de Coca Cola, colocadas allí intencionalmente con fines publicitarios.
El futbolista, cerca por la edad del fin de su carrera, las apartó con cierto disgusto pero con cuidado y levantó una botella plástica diciendo "¡agua!". Una expresión que puede entenderse como una sencilla vuelta a la naturaleza, pero también como un ataque al aparato imperante, al punto que la Cola Cola mermó instantáneamente su cotización en la bolsa y perdió cerca de 5000 millones de dólares. ¡Tan sensible es el auténtico corazón de la modernidad!
La aversión de Cristiano por las gaseosas fue explicada esgrimiendo su condición psíquica de obsesivo, es decir, un trastorno mental. Parece que el futbolista pone gran atención a sus alimentos y al cuidado de su físico, como corresponde a un atleta de alto rendimiento. Dicen sus allegados que ingiere pez espada, atún y bacalao y pollo por su contenido alto de proteínas y bajo en grasas; todo eso complementado con queso, jugo de frutas, yogurt y tostadas con palta. Y, por supuesto, nunca consume gaseosas.
De la Redacción de AIM.
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