El premiado actor manifestó su decepción con la Argentina. Aquí una interpretación de las razones de su frustración, y un posible remedio. Modos y saberes de nuestros pueblos que desentonan con el poder. La propaganda ha logrado trastocar los valores. Para los entrerrianos, Dominga Ayala es sinónimo de filantropía. Para el régimen dominante, en cambio, filántropos son los Rockefeller.
Todos los días, a cada paso, vemos a mujeres y hombres de la Argentina sudando la gota gorda en los más variados oficios. Somos testigos de actividades comunitarias, asambleas bien peleadas, trabajos entre vecinos, talento y buen gusto en cada rincón. Y cuánta gente que, en vez de acumular, comparte.
Todos los días un grupo señala aspectos de nuestra realidad que deben ser atendidos, sea en la biodiversidad, en los servicios, en la salud de los menos favorecidos.
Ante una comunidad tan bella, ¿qué confusión llevó al actor Oscar Martínez a mostrarse sin esperanzas? ¿Qué país está mirando nuestro admirado artista al punto de entrar en tamaña confusión?
Asombrosos colores
Es cierto que hay un país que viene tambaleando desde hace rato. Es el país que sucumbió a la invasión colonial y que la revolución criolla y una serie de pretendidos próceres quisieron consolidar para beneficio de pocos. Pero existen relictos a la vuelta de la esquina de otro mundo ocultado, invisibilizado, que la colonia no pudo erradicar.
Esas raíces están en todas partes. Quizá no aparecen con claridad en un avión, y sí en una canoa. No tanto en un edificio y mucho entre los cerros, o en las islas. Están patentes en una comunidad barrial y no en la sede de un banco, por supuesto.
Cuando Oscar Martínez dice que ha perdido las esperanzas en este país, deja entrever (pensamos nosotros), que el gran actor se hizo ilusiones, le puso fichas a sectores de poder. Permite suponer que sufre una suerte de encierro en Buenos Aires y eso lo tiene demasiado pendiente de lo que hagan o dejen de hacer los poderosos, en los que no habría que gastar esperanzas porque de la ilusión a la frustración hay un solo paso.
Muchas personas, por hacerse ilusiones y centrar sus miradas en pujas de poder, han perdido de vista quizá la maravillosa cultura de estos pagos, los hondos saberes, los asombrosos colores de nuestros montes, los sonidos de nuestro paisaje en los que podemos cultivar esperanzas, cómo no, y no dependen de los humores políticos.
Han perdido de vista, tal vez, las luchas extraordinarias que encendieron la historia regional y nos siguen alumbrando y llamando, y todo por concentrar la atención en pujas “de angaú”, de mentiritas, grietas que se dicen fallas geológicas y son apenas trazos de un palito.
Claro que la denuncia es un modo de lucha también. Pero conviene partir de una certeza: el poder macanea, el poder arregla, el poder acomoda los tantos según los negocios del día. ¿Qué esperamos?
Tiene que morir
Por supuesto, no se lo vamos a decir a un artista. Pero es que su respuesta tan de pesadumbre, tan al borde del precipicio, no puede ser desoída. No da para burlas, y menos para la indiferencia.
Por supuesto, hay de todo como en botica, pero las mujeres y los hombres de este país son los mejores vecinos que uno puede pedir en el planeta entero. Hay que decirlo y estamos seguros que Oscar Martínez lo sabe y lo disfruta. ¿Por qué perder, entonces, las esperanzas? La biodiversidad está bajo fuego, pero está y resiste; como ocurre con los saberes milenarios de estos pueblos del Abya yala (América): basta buscarlos un poco y con amor para paladear las sabrosuras de ese mundo ocultado, tergiversado, ninguneado.
El país que ha frustrado a Oscar Martínez es el que tiene que morir. Es el país de la destrucción, el país occidental, uniformado; el país europeo de segunda que depende de esa máquina de bajar doctrina, repartir títulos de honor y saquear las riquezas. Ese país nació en la servidumbre. ¡Que muera!
Es el país que quiere aparecer digno, cosa imposible si está sentado sobre la sangre de los pueblos originarios, los gauchos, los criollos, las mujeres y los hombres trabajadores y decentes, incluida por supuesto la gringada que sabe de sacrificios, también atacada, desarraigada, expulsada.
Pero Buenos Aires es víctima del hacinamiento, en los barrios como en el centro, y en ese encierro algunos porteños creen que la historia nacional se concentra allí. Otra ilusión, otra fuente de frustraciones.
Lamentablemente, nos dejamos arrastrar a veces por esa cultura devastada y llorona, que quiso ser París, que quiso ser Londres, que se cree Europa trasplantada y cuyo “padre del aula” manda matar los niños del país porque son para él la lacra de la humanidad. ¿Qué esperar de esa Argentina? ¿Quién podría ilusionarse con ese invento?
Un nido común
Esa Argentina morirá, debe morir. La pergeñaron los que quieren cualquier cosa menos la Argentina, cualquier cosa que no tenga olor a la Argentina, color a la Argentina. Ese país intentó consolidarse hace apenas siglo y medio con una veintena de gobernantes ultra racistas, e intelectuales que les cuestionaban los asuntos del día pero coincidían en el racismo.
Ese país está en nosotros, no lo vamos a negar, pero en esa porquería no nos agotamos. Nosotros no somos ese país, aunque no podamos deshacernos de esa pesada carga. Sabemos que su régimen es para nosotros un chaleco de fuerza. Apenas miramos nuestra historia honda, el jopói guaraní que podríamos resembrar, el sumak kawsay del altiplano que podríamos resembrar, la hospitalidad islera, la comunidad en todas sus manifestaciones, la capacidad de resistencia charrúa que podríamos resembrar, la conciencia del ser humano dentro de la naturaleza y trascendiendo los límites de los sentidos inmediatos, entonces recuperamos nuestra naturaleza, nuestra condición.
La felicidad nos vuelve al cuerpo cuando revisitamos saberes, artes, luchas y cuando nos hacemos un nido común en el paisaje.
Volver a la Minga
En estos días, diversos presidentes agradecen a un par de multimillonarios llamados “filántropos” por el financiamiento de cierta vacuna. Centenares de Estados, miles de poderes ejecutivos, legislativos, judiciales, sindicatos, corporaciones de todo tipo en el mundo, y la dirigencia de rodillas ante los individuos ricos. Se dicen elegidos por el pueblo, cuestionan a los elegidos por otros pueblos, y se inclinan ante los que eligió el capital, el dinero…
La propaganda ha logrado trastocar los valores. Para los entrerrianos, Dominga Ayala es sinónimo de filantropía. Por su amor a la vecindad, su entrega, su cuidado del otro, sea un niño huérfano, sea un hombre con problemas de salud, sea una familia que necesita un pedacito del ese metro cuadrado que habita… Para el régimen dominante, en cambio, filántropos son los Rockefeller. No da rabia, da pena.
Si cada uno de nosotros tropieza en creerles a los poderosos nos despertaremos un día como nuestro querido artista: apesadumbrados, sin esperanzas. Si en cambio miramos el camino de Minga Ayala y nuestras comunidades, si volvemos la mirada a la Minga como persona y a la minga como organización de trabajo comunitario y festivo, entonces no tendremos más que celebrar la Argentina auténtica y viva, celebrarnos, mientras el monstruo sigue con los estertores de su agonía arrastrando a los cándidos.
Dicho esto, pedimos disculpas a Oscar Martínez que sabe esto mejor que nosotros, pero un día se despertó alunado y dijo lo que dijo.
Fuente. Daniel Tirso Fiorotto. Diario Uno Entre Ríos,
Dejá tu comentario sobre esta nota