El avance del mundo virtual ha ido relegando los hechos cotidianos de antaño a la memoria de los abuelos y ha generado en las mentes juveniles cierta difuminación de los límites de la realidad, que parecían estar bien definidos.
Las sociedades tecnificadas, que por otra parte ejercen mucha presión sobre sus miembros, son las que sufren más la escisión entre dos órdenes de realidad que por ahora no se compatibilizan.
Una película mostraba hace varias décadas a un protagonista recluido en su casa frente a un televisor y provisto de un control remoto para cambiar los canales.
Cuando algo fuera de su gusto alteraba su rutina, intentaba volver a "su" realidad, quería hacer desaparecer las molestias -por ejemplo un visitante inoportuno- pulsando ante él los botones del control remoto.
El multimillonario texano Howard Hughes, nacido en 1905, era productor de películas; había heredado la fortuna de su padre y las fobias higiénicas de su madre. Estaba instalado en un hotel de Las Vegas produciendo una película cuando el propietario le pidió abandonar su suite para hacer lugar a otros pasajeros que la habían reservado para Navidad.
En lugar de irse, Hughes compró el hotel, desalojó a todos los pasajeros y se recluyó en una habitación durante cuatro años.
Cuando la conducta que se inició de esta manera hizo crisis definitiva, fue trasladado en avión a Houston; pesaba 40 kilos, según los médicos era una piltrafa y murió poco después, a los 70 años.
Durante su reclusión en el hotel miraba televisión todo el día. Como no le gustaban los programas, compró el canal y estableció una programación a su gusto. Su idea principal era que todo tenía precio y se podía comprar: objetos y personas, todo era venal y en la venalidad no había diferencias significativas entre la realidad y la virtualidad.
La extravagancia de Hughes y otras anteriores que llamaron la atención eran casos aislados que pronto se multiplicaron y recibieron un nombre identificativo: el síndrome de hikikomori o síndrome de la puerta cerrada.
Es un trastorno que se refiere al aislamiento social extremo y voluntario. Las personas que lo padecen tienden a recluirse en su habitación, evitan los contactos sociales de todo tipo y sustituyen, en muchos casos, las relaciones sociales personales por relaciones virtuales.
Afecta tanto a hombres como a mujeres y puede manifestarse a cualquier edad; pero la tasa de incidencia es mucho mayor en varones jóvenes.
El síndrome de hikikomori afecta a la salud mental y social del paciente. Por un lado, degrada sus relaciones sociales, tanto en el ámbito familiar como entre las amistades y en las relaciones laborales.
Asimismo, especialmente cuando el problema se ha prolongado a lo largo de años, los hikikomori tienen dificultades para emplear las habilidades sociales habituales en personas socialmente sanas.
Por otro lado, además de los problemas vinculados a las relaciones sociales, suelen experimentar otras conductas como desinterés por su propia salud e higiene personal, ansiedad, inseguridad, agorafobia (miedo irracional en los espacios abiertos) y depresión.
No se ha identificado una causa concreta a la que se le pueda atribuir la aparición de este síndrome. Pero en la mayor parte de los casos se suele asociar con el entorno social o familiar del paciente, así como con una decepción o sentimiento de inseguridad.
Algunas circunstancias que pueden favorecer la aparición del síndrome de Hikikomori son:
Conflictos familiares.
Timidez extrema.
Trastorno de estrés postraumático (TEPT).
Problemas vinculados a la ansiedad y fobia social.
Agorafobia.
Haber sufrido bullying.
Rechazo social.
Los hikikomori tienen habitualmente entre 13 y 20 años, son varones primogénitos de familias de profesionales. En general son jóvenes brillantes que se hartaron de hacer las tareas impuestas por sus padres.
El síndrome llegó a la Argentina después de la crisis de 2001 y aunque cada día son más los niños que lo padecen, la mayoría de ellos tiene un diagnóstico de depresión o de fobia social que concluye en medicación y, muchas veces, en internación.
Sin embargo los hikikomori no se curan con medicación ni internándolos salen del autoencierro; no mejoran: la única forma es atendiéndolos a domicilio
No son esquizofrénicos, no tienen delirios ni alucinaciones, no sufren trastornos de ansiedad que derivan en incapacidades cognitivas y sociales: el hikikomori no quiere abandonar su encierro.
La sensación de los hikikomori es que si hacen algo van a fracasar a los ojos de sus padres; pero no está claro por qué se encierran voluntariamente.
Son hijos de padres que les exigen que hagan lo que ellos no pudieron. Un día deciden encerrarse y eso al principio los alivió. No socializan con nadie ni quieren salir a ningún sitio.
El fenómeno hikikomori apareció en Japón hace tres décadas y afecta allí a un millón y medio de adolescentes que sufren un combo propio de la modernidad actual: exigidos por una madre sobreprotectora, con un padre ausente y una sociedad posmoderna que demanda competitividad, rendimiento y alto consumo.
Los hikikomori adolescentes se aíslan progresivamente, hasta el autoencierro; muestran desinterés por los proyectos y también por el futuro: evitan las situaciones públicas y los desconocidos; se oponen a salir de la casa y a recibir visitas: descuidan su higiene y su ropa.
Se aplican casi exclusivamente a los juegos virtuales en la computadora o en consolas. Sus padres no asumen la responsabilidad por los padecimientos de su hijo; pero llegan a comprender que es un problema de origen familiar.
Un joven, entrevistado en su casa de Buenos Aires por una psicóloga que lo trató, resumió sus motivaciones: "me encierro porque me siento indefenso e inseguro, incapaz de afrontar la realidad. Me encierro porque me siento solo en este mundo, perseguido, observado y cuestionado". Son los problemas que enfrenta una generación y que en ellos se muestran con más virulencia.
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