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Caleidoscopio
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Europa a la deriva

Hasta el siglo pasado, las grandes desgracias eran causadas principalmente por la naturaleza: el hambre, el frío, los terremotos, las inundaciones, los incendios, y por pestes como el cólera, la tuberculosis o la sífilis. La primera mitad del siglo XX estuvo marcada por el terror de las grandes guerras, la europea de 1914 a 1918, la española de 1936 a 1939 y la mundial 1939 a1945. Se temía entonces la muerte violenta, el destierro, las destrucciones masivas, las persecuciones o los campos de exterminio.

Tras la segunda guerra mundial y la destrucción de Hiroshima y Nagasaki en 1945, el mundo vivió bajo la preocupación constante por la catástrofe nuclear. Pero este miedo fue apagándose con el final de la Guerra Fría en 1989, cuando colapsó la Unión Soviética, y tras la firma de tratados internacionales que prohíben y limitan la proliferación nuclear.

Sin embargo, esos tratados no han hecho desaparecer los riesgos. La explosión de la central nuclear de Chernóbil, en particular, los reavivó. Luego tuvo lugar el accidente de Fukushima, en Japón. La opinión pública descubrió entonces que incluso en un país conocido por su alta tecnología como el Japón se trasgredían principios básicos relativos a la seguridad, poniendo en peligro la salud y la vida de cientos de miles de personas.

Los historiadores se preguntarán algún día por los miedos de la década de 2010. A excepción del terrorismo, los nuevos miedos son más bien de carácter económico y social (desempleo, precariedad, despidos masivos, desalojos, nuevas pobrezas, inmigración, desastres bursátiles, deflación), así como de naturaleza sanitaria (virus del Ébola, fiebres hemorrágicas, gripe aviar, chikungunya, zika) o ecológica (desajustes climáticos, transformaciones profundas del medio ambiente, mega-incendios incontrolados, contaminaciones, poluciones del aire). Éstos conciernen de la misma manera al ámbito colectivo y al ámbito privado.

Pero tan pronto se inició la segunda década del siglo XXI se presentaron terrores nuevos: Cuando el temor al Sida estaba en retirada llegó el virus Sars Cov 2, que provoca el Covid, que tuvo al mundo entero prisionero, en muchos casos sin medios de vida y sin posibilidad de trabajar, enterrar a sus muertos ni protestar.

Tan pronto aflojó el Covid apretó la guerra de Ucrania y volvió un terror de mediados del siglo pasado: a la catástrofe nuclear, a la que podrían apelar los beligerantes si ven oscura su suerte o creen poder sorprender al enemigo. Las armas nucleares tácticas, que brindan superioridad en el frente, seguirán las armas estratégicas, que aseguran la destrucción completa para todos.

En este contexto general, las sociedades europeas se encuentran especialmente conmocionadas. La crisis financiera, el desempleo masivo, el final de la soberanía nacional, la disolución de las fronteras, el multiculturalismo y el desmantelamiento del Estado de bienestar provocan, en el espíritu de muchos europeos, una pérdida de referencias y de identidad.

Una encuesta reciente, llevada a cabo en los siete principales países de la Unión Europea por el Observatorio Europeo de Riesgos, constata que el 32 de la población tiene mucho más miedo hoy de atravesar dificultades financieras que hace cinco años; el 29 por ciento tiene más miedo de caer en la precariedad; y el 31 ciento, de perder su empleo.

En España, la pobreza ha aumentado de “manera alarmante” en los últimos años, con 13,4 millones de personas –esto es, el 28,6 por ciento de la población– en riesgo de exclusión y de recaída en la miseria… Porque estos temores hacen nacer un sentimiento de desclasamiento: el 50 por ciento de los europeos tiene la sensación de encontrarse en regresión social con respecto a sus padres.

Así pues, los nuevos miedos están muy presentes hoy en Europa. La crisis actual bien pudiera marcar el punto final del declinante poderío europeo en el mundo. En realidad, Europa parece haber elegido el camino del suicidio. Alemania, por ejemplo, cerró todas sus plantas nucleares impulsada por el "partido verde", y optó por el gas barato que ofrecía Rusia.

Pero cuando se vio impulsada por los Estados Unidos a sancionar a Rusia por la guerra de Ucrania, se vio sin carbón, con poca energía eólica y solar, sin energía atómica y sin gas. Y sus autoridades debieron contemplar impotentes cómo sus principales industrias empezaban a emigrar a Estados Unidos en busca de competitividad
Tras la llegada masiva de cientos de miles de migrantes provenientes de Oriente Próximo (Siria, Iraq) y la amenaza de tener que albergar a millones de ucranianos, el miedo a la “invasión extranjera” ha aumentado.
Se extiende la sensación de estar amenazado por fuerzas externas que los Gobiernos europeos ya no controlarían, como el auge del islam, la explosión demográfica del Sur y las transformaciones socioculturales que difuminarían su identidad. Y todo esto se produce en un contexto de crisis moral grave en el que se multiplican los casos de corrupción y en el que la mayoría de los que gobiernan, muy impopulares, ven cómo se desmorona su legitimidad. En toda Europa, estos miedos y esta “podredumbre” son explotados por la extrema derecha con fines electorales. El fascismo tan temido, o por lo menos tan atacado, regresó en Austria, en Polonia, en Ucrania, en Hungría y últimamente también en Italia, con grave riesgo para la unidad europea y para el euro como moneda común.

Ante el carácter repentino de tantos cambios, las incertidumbres se acumulan para muchos ciudadanos. Les parece que el mundo se vuelve opaco y que la historia escapa a cualquier tipo de control. Numerosos europeos se sienten abandonados por sus gobernantes, tanto de derecha como de izquierda, vistos como especuladores, tramposos, mentirosos, cínicos, ladrones y corruptos. Muchos ciudadanos comienzan entonces a entrar en pánico y les invade el sentimiento, como decía Alexis de Tocqueville, de que, “puesto que el pasado ha dejado de aclarar el futuro, la mente camina en las tinieblas”…

En este caldo de cultivo social –compuesto por miedos, por amenazas sobre el empleo, por desarraigo identitario, por resentimiento, por temor al hambre, al frio y a la radiación, reaparecen los viejos demagogos. Aquellos que, sobre la base de argumentos nacionalistas, rechazan al extranjero, al musulmán, al judío, al romaní o al negro, y denuncian los nuevos desórdenes y las nuevas inseguridades. Los inmigrantes constituyen los chivos expiatorios ideales, y los objetivos más fáciles porque simbolizan las profundas transformaciones sociales y representan, a ojos de los europeos más modestos, una competencia indeseable en el mercado laboral.

La extrema derecha siempre ha sido xenófoba. Pretende paliar las crisis designando a un único culpable: el extranjero. Esta actitud se ve fomentada en la actualidad por las contorsiones de partidos democráticos reducidos a preguntarse por la importancia de la dosis de xenofobia que pueden incluir en su propio discurso.

Hay entre 5 y 6 millones de musulmanes en Francia, el país que cuenta con la comunidad islámica más importante de Europa. Y alrededor de 4 millones de musulmanes en Alemania. Según una encuesta reciente del diario francés Le Monde, el 42% de los franceses considera a los musulmanes “más bien como una amenaza”. El 40% de los alemanes piensan lo mismo. En estos dos países, una mayoría de la población considera que los musulmanes no están integrados en sus sociedades de acogida. El 75% de los alemanes estima que no están “en absoluto” integrados o que “apenas lo están”; y el 68% de los franceses piensan de la misma manera.

Un número cada vez mayor de europeos hablan del islam como de un “peligro verde”, a la manera en la que antaño se imaginaban los avances de China hablando del “peligro amarillo”. Paradójicamente, el canciller alemán, corrido por la crisis, debió visitar la China comunista en busca de algún apoyo, con la reprobación de los Estados Unidos. La xenofobia y el racismo están aumentando en toda Europa.

En el ámbito político, son numerosos los discursos dramáticos que despiertan la preocupación y la angustia de los electores. Durante las campañas electorales, es común encontrar discursos que recurren al instinto de protección de los individuos. Se apela al miedo de forma habitual. Se trata de una manipulación ampliamente utilizada con motivo de la pandemia. Y, en la utilización de este sentimiento, los populistas de derecha. En los discursos políticos se evoca de forma constante las “amenazas” que se cernerían sobre la seguridad física y sobre el bienestar de los ciudadanos. Y la facción propia siempre aparece como el “escudo protector” frente los peligros que se menean.

Los políticos aprovechan el momento de desorientación para atacar a la Unión Europea (UE), a la que acusan de todos los males, sobre todo de “poner en peligro” a los Estados-nación y a sus pueblos. La UE se señala como culpable de la fragmentación de las naciones. Se mencionan “las tinieblas de Europa”, porque en la cultura occidental y cristiana, las “tinieblas” designan por lo general la nada y la muerte.

La mayoría de los populistas tienden a amplificar y dramatizar los los peligros y proponen ilusiones. Pero en un periodo de dudas, de crisis, de angustia y de nuevos miedos sus palabras consiguen captar mejor a un electorado desconcertado y presa de pánico.
De la Redacción de AIM.

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