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Caleidoscopio
Caleidoscopio

Política y verdad

Si los políticos saben arreglarse para destruir el mundo todo será más fácil para los intelectuales, que parecen hartos de la vida y de denunciar peligros cada vez más apremiantes, por ejemplo, la guerra nuclear.

En un poema de Kaváfis toda la ciudad sale a las calles, conmovida por la noticia de que los bárbaros están a las puertas. Ya los senadores no legislan ni los oradores sueltan peroratas, porque nada de eso es del gusto de los bárbaros. Todos rezan tomados de la mano hasta que reciben la noticia de que ya no hay más bárbaros, no vendrán. Cada uno se vuelve a su casa: ¡lástima! Los bárbaros hubieran sido una cierta solución...

Es como si la mentalidad occidental esperara que la tercera guerra mundial viniera pronto para resolver de cuajo el problema de una vida sin sentido. Cuentan por minutos, con "el reloj del fin del mundo", lo que falta para que llegue. Posiblemente sea la reacción más a mano ante una época revuelta que juega con la hegemonía mundial, en la que declina un imperio que no debía tener fin y crece otro determinado a reemplazarlo.

La convulsión resultante de un enfrentamiento entre colosos genera desorientación, no permite que nada se consolide porque todo parece tambalear y deja la sensación vertiginosa de que no hay explicación válida ni acción correctiva eficaz, que cada uno debe sólo ocuparse de sí mismo lo mejor que pueda y desentenderse de lo que no puede cambiar, que es casi todo.

En la trampa
El griego Tucídides, general ateniense, narró metódicamente la derrota militar de Atenas ante Esparta en la guerra del Peloponeso y la declinación del mundo griego. Estratega e historiador, observó que una potencia no suele reemplazar a otra sin guerra.

Es la llamada "trampa de Tucídides": cuando un poder en ascenso desafía a un poder establecido, lo más probable es que el poder dominante responda con violencia. Así aconteció cuando una próspera Atenas desafió el poder establecido de Esparta en tiempos de la juventud de Platón y así se repitió en la historia muchas veces, también en la actualidad.

Tucídides dijo también que si el poder viene acompañado invariablemente del aspecto oscuro de la corrupción, su otra cara es más amable: nos deja el beneficio de mostrarnos la verdadera naturaleza de las personas. Hay quienes lo utilizan para el bien común y quienes se sirven de él para sus intereses egoístas. Por eso concluía que la verdadera grandeza se mide por la forma como tratamos a los más débiles que nosotros, ahí se ve mejor que en ninguna parte nuestra verdadera humanidad.

Oriente y Occidente
Hace milenios, el pensamiento oriental se enfrentó con problemas similares a los actuales y encontró un camino que exige no detenerse ante ningún abismo, ante ninguna autoridad externa ni interiorizada que interfiera en la indagación. La petulancia occidental ignoró doctrinas de mucho mayor radio metafísico que las suyas.

Hay quienes aceptan hoy el modo oriental, que es el tradicional que en un tiempo fue también occidental y subsiste en Abya Yala; pero lo toman un poco a la desesperada. Han padecido muchos fracasos por confiar en la farsa política e incluso hacer proselitismo a su favor; pero el apuro y las exigencias de resultados útiles les estorban el camino.

El encuentro entre nuestra forma mental, que determina nuestra concepción de la realidad, y la tradicional, puede hacer saltar una chispa que ilumine la comprensión de algo que nos parece extraño porque escapa a nuestra mente. Eso nos desorienta, ya que solemos considerar a la mente como un máximo.

Pero no es posible sacar chispas del roce de algo contra nada; en el plano más físico, de cuerpos de naturaleza diferente: vidrio contra goma, por ejemplo.

Soportamos como si fueran nuestra naturaleza más íntima los sedimentos colocados desde bebés sobre nuestro Ser por la memoria, capa sobre capa, hasta crearnos una costra de convicciones, prejuicios, conceptos, en general apelaciones al pasado muerto como guía del presente vivo.

Quitando esa costra, si nos atrevemos a llegar al final aparecerá radiante el testigo de nuestra actividad física y mental, el que subsiste cuando la mente detiene su agitación incesante aunque sea un instante; el que alumbra en la beatitud del sueño profundo.

Al negar sistemáticamente todo aquello con que estamos identificados, a lo que estamos habituados, que solemos tomar por obvio e indiscutible, advertimos que hay algo que permanece. ¿Quién se mantiene como testigo invariable de todas las vicisitudes y temores, de todas las percepciones y emociones, quién nos revela la unidad que hace que sepamos que el que dormía sin soñar, totalmente ajeno a toda sensación o idea, es el mismo que siente el agobio de las deudas y ensaya soluciones a sus problemas?

Ese testigo de nuestra búsqueda permanece y parece estar ahí desde siempre y para siempre, innombrable, inabarcable. Cada uno que emprenda la búsqueda desde su propio "aquí y ahora" deberá desechar un nombre diferente al de los demás, quizá un idioma diferente, una posición social diferente, un sexo, una edad, un color de ojos, una estatura, una cultura diferentes. Y al final, dejando de lado todo eso, está el fondo que no es posible retirar y es uno y el mismo para todos.

¿Qué es la consciencia?
Hay individuos porque hay mentes separadas, que se experimentan ligadas a un trozo de materia. Si las mentes individuales desaparecen, aparece la consciencia ilimitada. Las burbujas evolucionan en el aire: si estallan, el aire permanece.

El continuo de saber que es la consciencia está en todas partes, pero puede limitarse. Se limita con la consciencia egoica, o con la consciencia inconsciente, o con la consciencia de vivir en la Tierra o de ser vertebrado: hay miles de formas en que la consciencia puede adoptar fronteras.

Si el flujo continuo de consciencia toma fronteras respecto de la historia que puedo reconocer como propia, aparece la consciencia individual. Gracias a ella empiezo a detectar mi existencia con un comportamiento diferente al de otra persona.

La sabiduría tradicional plantea que la consciencia es un continuo de saber. Un continuo es una entidad sin inicio, sin final y sin partes. Por ejemplo el espacio es un continuo, pero no los objetos en el espacio. Si se mueve un objeto, el espacio donde estaba no se mueve. El espacio contiene el volumen, que limita a los objetos pero no al espacio.

El espacio es una entidad muy extraña, sin fracciones, que sin embargo se sostienen en él. No tiene comienzo, pero en él se perciben los comienzos. No tiene finales, pero la mente detecta en él los finales de la percepción. Las fronteras no modifican el espacio pero el espacio existe gracias a las fronteras.

Ni el infinito ni el absoluto se pueden medir, no son mensurables, como tampoco lo es un sentimiento. El absoluto es una magnitud que encierra todo, pero no se puede medir, no es dimensionable, tampoco un sentimiento ni el infinito matemático.

La serie 1; 2; 3; 4... de los números naturales es infinita; pero también la serie 2; 4; 6; 8... de los números pares, a pesar de que faltan todos los impares. La serie de los pares es tan infinita como la primera, no menos infinita, porque cada término se puede poner en relación con otro de la primera sin que ninguno falte ni sobre. No se puede decir que una serie sea "la mitad" de la otra porque el infinito matemático no es mensurable.

La política, administración del miedo
Si la búsqueda del poder o la virtud, que son manipulables, se transforma en el fin de los actos, la tradición empieza a morir. La pérdida del carácter esencial de una tradición convierte a la moral en elemento fundamental, y lo esencial empieza a desdibujarse

La política es el terreno predilecto de la moralidad práctica, aplicada, relativa. Esa moralidad se esconde en la ley y termina quitando a la gente lo que necesita para vivir, haciendo terrorismo.

Los políticos han formado un conglomerado moral que busca de tanto en tanto un ser providencial, virtuoso, excepcional, asequible por elección, que ofrece la solución pero rápidamente se derrumba.

Otro cantar es el punto de vista donde ya no hay ilusiones. A pesar del estado crítico al que llegó la modernidad, cuando apretar el botón que desate la catástrofe parece cosa de mañana si no llega hoy, nuestra forma mental sigue ilusionada con que alguien con más inventiva que nosotros nos revele el artefacto político o social que resuelva los problemas. El conocimiento se concibe anclado en la mente, que se trata de reforzar y adornar para que rinda el fruto que esperamos de ella.

Somos olas del océano de la verdad que aparecen, permanecen un instante y desaparecen sin afectar al mar. No es necesario que nadie nos revele la verdad: no los impedidos por el peso de sus corazas, no los tapados en libros que no la conocen a pesar de sus pretensiones. Y menos los que sin otras preocupaciones se sirven del poder para sus fines.
De la Redacción de AIM

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