Si pesaran más las evidencias que los compromisos económicos y contractuales, no tendría sentido un acontecimiento que se someterá a una prueba de estrés como ninguna otra en la historia del deporte
La realidad de la competición y la angustia de las distopías se cruzarán en los Juegos de Tokio, que comienzan hoy con un año de retraso. Se cancelaron en las dos guerras mundiales, pero nadie reparó en aquel paréntesis. Había cosas más importantes que hacer y a las que dedicarse. También ahora, y por esa razón –los estragos de una pandemia que no cesa– el debate no radica en los motivos para suspender estos Juegos, sino lo contrario: ¿Por qué se celebran?
Si pesaran más las evidencias que los compromisos económicos y contractuales, no tendría sentido un acontecimiento que se someterá a una prueba de estrés como ninguna otra en la historia del deporte. Tokio oficiará de inquietante laboratorio en un momento donde la barrida de la covid no se ha detenido. Sin un recorrido homogéneo por el planeta, prosigue la vacunación en el mundo, sin doblegar al virus, que permanece entre nosotros mutando de variantes.
Sea cual sea la ola actual –también en ese capítulo, la covid envía información dispar–, su impacto en el mundo es alarmante. Se reduce la tasa de mortalidad, no de contagio. En varias partes del mundo se elevan las cifras de infección a las dramáticas cotas de enero, cuando comenzó a librarse la batalla entre la máxima letalidad del virus y el efecto de las vacunas. Es un combate que está muy lejos de terminar. Tokio 2020, versión 2021, lo confirma con toda la crudeza.
Comienzan unos Juegos que la mayoría de la población japonesa rechaza. Atrás queda la velada designación olímpica en Buenos Aires, cuando Tokio fue elegida y a todo el mundo le pareció de perlas. Parecía muy natural la elección de la candidatura asiática después de Londres en el 2012 y Río de Janeiro en el 2016. Tokio ofrecía todas las garantías que Estambul, finalista en el proceso, y Madrid no podían igualar, ni de lejos. En términos geopolíticos y económicos, no había comparación. Desde el pragmatismo olímpico, tampoco.
Frente a la sospecha del fiasco que se avecinaba en Río 2016, el COI jugó sobre seguro cuando se decidió por Tokio en la asamblea de Buenos Aires, en el 2013, a pesar de la catástrofe nuclear de Fukushima, argumento disuasorio que utilizaron sin éxito las candidaturas rivales. No se produjo el factor uranio. Japón organizaría unos Juegos de época, nada de aventuras descontroladas, con negativos efectos de imagen, prestigio y poder para el COI.
Han pasado siete años y la edición olímpica de Tokio representa todo lo que el COI, el Gobierno y los ciudadanos de Japón no desearían atravesar, una pesadilla imprevista, protagonizada por las devastadoras consecuencias de un virus desconocido. No sin resistencia interna, los Juegos se demoraron un año. Todo se mantiene como se preveía en el 2020 –recintos impecables, minuciosa organización japonesa, competiciones preparadas, miles de deportistas en acción–, excepto que la realidad es radicalmente distinta.
Japón tiene miedo a los Juegos y a su derivada sanitaria en un país que ha controlado la pandemia con eficacia, pero todavía con un bajo nivel de vacunación. Solo el 20% de la población japonesa ha completado todo el protocolo. Aunque las tasas de infección son bajas, Tokio se encuentra en situación de emergencia oficial, pendiente de las consecuencias de unos Juegos que se celebrarán porque el dinero obliga, no porque sea razonable.
A diferencia de las competiciones de largo aliento que se han desarrollado a pesar de los contagios y la precariedad, los Juegos Olímpicos se identifican en una píldora que contiene todo el universo del deporte, digerible en dos semanas y en una ciudad, expuesta además al escrutinio del mundo. Es un brutal ejercicio de estrés que adquirirá límites desconocidos para Tokio, Japón, el COI y desde luego para los 10.000 deportistas participantes, obligados a vivir y competir en una situación de control, vigilancia y presión psicológica sin igual.
Los riesgos, que afloran por todos los costados –el miedo a los Juegos como un artefacto supercontagiador es tan evidente como el recelo de los japoneses en esta edición olímpica–, adquirirán una magnitud abrumadora en los deportistas. Sobre cada uno de ellos, del campeón más conocido al atleta más anónimo, pesará una extrema responsabilidad. En el gran tablero olímpico, cada deportista será una ficha que no puede permitirse caer, a riesgo de provocar un incontrolable efecto dominó. Competir en estas condiciones supone un desafío que excede ampliamente la naturaleza del deporte, por exigente y olímpico que sea.