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Internacionales
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Brasil ante el abismo

Brasil decide este domingo su futuro en la segunda vuelta de unas elecciones presidenciales en las que el claro favorito de las encuestas es un ex militar y nostálgico de la dictadura, Jair Bolsonaro, el mito para sus centenares de miles de seguidores, caracterizado por un lenguaje populista, enardecido de puro fascismo y de odio al rival, con el que promete la operación de limpieza de disidentes “más grande que jamás se haya visto en Brasil”. Su competidor, el candidato del PT, Fernando Haddad, tiene escasas posibilidades de derrotar a su rival a pesar de que en la última semana ha reducido de 18 a 12 puntos la ventaja.

Brasil ante el abismo
Brasil ante el abismo

Pero no es solamente Brasil el que se juega hoy su futuro. También la democracia en Latinoamérica se verá conmocionada por la enorme influencia que ejerce en el subcontinente el país sudamericano más rico y más grande y, por tanto, en todo el mundo. Porque lo que pretende Bolsonaro es implantar una democracia campamental, en la que el 40 por ciento de los que hoy no le votarán “perderán sus privilegios” –según ha prometido reiteradamente el ex militar–; en la que se privatizará todo, incluida la potente Petrobras, la empresa petrolífera que corrompió al presidente Lula –ahora en la cárcel–, a su sucesora, Dilma Rousseff –que perdió el favor de los suyos con políticas de austeridad–, y desplazó finalmente al Partido de los Trabajadores (PT) del poder.

Un Brasil en el que las élites decidieron acabar con las políticas de igualdad que sacaron de la pobreza a un tercio de los más desfavorecidos en los años de gobierno de Lula –un éxito que no le perdonaron sus rivales– y en el que las clases medias, desgarradas por la crisis del 2008 y cansadas de financiar las iniciativas sociales para los más pobres, dimitieron de su siempre necesaria función de equilibrio y de moderación. Unos y otros, incapaces de estructurar una propuesta política razonable para el país, se han echado en brazos de un profeta de la violencia y del odio, que promete una receta económica ortodoxa bajo la batuta de un gobierno extremadamente autoritario.

Pero Bolsonaro no sólo ha hecho bandera de la promesa económica. Aparecen también elementos religiosos y racistas, supremacistas de lo blanco, y xenófobos en un país que promete en permanente estado de excepción. Por ejemplo, cuando el hijo de Bolsonaro, el diputado más votado del Brasil, afirma que si la Corte Suprema se interfiere en sus objetivos le basta con “un sargento y un cabo”. O cuando el Mito, jaleado por las masas, se dirige a sus adversarios –es decir, al 40 por ciento que, como mínimo, no lo votará hoy– para decirles “o se van (del país) o van a la cárcel”. O promete que Lula se pudrirá en la prisión y añade que “Fernando Haddad llegará también, pero no para visitarlo”.

Siempre ha resultado sorprendente que uno de los países más ricos del mundo en recursos naturales se haya edificado sobre unas enormes desigualdades. La esperanza que supuso la llegada de Lula y el PT al poder se derrumbó por sus propios errores; pero no sólo. Cayó también por haber cedido a la trampa de la corrupción que le tendieron y el daño que provocó en medio de una crisis monumental. Y la derecha centrista y moderada –si es que realmente existe– no supo o no quiso coger el relevo y se apuntó al discurso del odio de Bolsonaro de forma irresponsable. Si los brasileños no lo remedian hoy, Brasil iniciará un camino abocado al abismo, que comportará mucho miedo y mucho dolor. Y si, como parece, privatiza sus recursos, Brasil podrá pagar la deuda, pero quizás se arruine a los brasileños de forma irreversible.

 

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