El pasado 2 de mayo, desde la pequeña ciudad de Cambo-les-Bains, en la región vasca de Francia —al otro lado de la frontera con el País Vasco de España— la organización separatista vasca Euskadi Ta Askatasuna, mejor conocida como ETA, anunció su disolución. El último grupo terrorista de Europa occidental llegó a su fin casi veinte años después del acuerdo de Viernes Santo en Irlanda del Norte.
Es casi imposible describir la alegría y el alivio que siento. Toda mi vida la he pasado bajo la sombra de ETA, a nivel personal y como periodista. Tenía tan solo 3 años cuando el grupo se formó en 1959. Desde entonces el peso de la violencia lo ha resentido no solo mi propia comunidad vasca en España, sino todo el país.
En las décadas de los setenta y ochenta, ETA tuvo mucho apoyo y era casi tan violenta como el Ejército Republicano Irlandés (ERI) y grupos como la Organización para la Liberación de Palestina y los Montoneros en Argentina. Sin embargo, su declive ha sido veloz a lo largo de los últimos años.
Es posible que los esfuerzos de seguridad hayan desempeñado un papel clave en la derrota de la organización. No obstante, ninguno de esos esfuerzos fue más importante que el de los vascos, que estaban cansados de años de derramamiento de sangre.
No conozco mi país sin manifestaciones, tortura, detenciones, asesinatos y bombas. Una gran parte de mi trabajo consistía en reportar todos estos sucesos trágicos.
Lo que comenzó como un movimiento revolucionario bajo la dictadura del general Francisco Franco pronto se convirtió en una pesadilla de violencia y fractura social.
La brutalidad de la dictadura del general Franco era incuestionable. Cualquier señal de identidad nacional diferenciada dentro de España fue aplastada. ETA hizo que los vascos estuvieran orgullosos de su identidad y cultura, y pronto se volvió popular entre los estudiantes y una amplia sección de la clase media.
Cuando los militantes hicieron estallar el auto del general Franco y asesinaron en Madrid a Luis Carrero Blanco, su mano derecha, la gente celebró en las calles del País Vasco. El asesinato demostró que el régimen no era intocable. En 1975, el general Franco murió en su cama. La democracia española estaba a punto de regresar después de cuatro décadas bajo un régimen fascista y una feroz guerra civil.
ETA continuó como si no hubiera cambiado nada. Los asesinatos, principalmente en contra de la policía y miembros de las fuerzas de seguridad, eran cada vez más frecuentes, al igual que el mecanismo de acción y represión. En casa, mi madre, una refugiada vasca que había sido testigo de los horrores de la Guerra Civil, una vez dijo: “La violencia no funciona. Tarde o temprano la gente les dará la espalda”.
En su ceguera demencial, ETA perdió gran parte del apoyo del que había disfrutado en los años previos al franquismo. Jamás lo recuperó, ni siquiera años después, a mediados de la década de los ochenta, cuando veintiséis personas, muchas de ellas integrantes del grupo, fueron asesinadas en el sur de Francia por las organizaciones parapoliciales llamadas Grupos Antiterroristas de Liberación, o GAL, fundadas por el Ministerio del Interior de España. El ministro y un político de alto rango terminaron en prisión, aunque con sentencias indulgentes.
En la década de los noventa, ETA intensificó su campaña de terror: jueces, políticos y periodistas se volvieron “blancos legítimos” de secuestros o de ejecuciones. Al mismo tiempo, cientos de personas eran arrestadas y acusadas de ayudar a la organización. Eran abundantes los reportes de tortura a manos de las fuerzas de seguridad. Amnistía Internacional y las Naciones Unidas expresaron su preocupación por el tratamiento que recibían los detenidos. Dos diarios fueron cerrados por sus conexiones no comprobadas con los separatistas. El director de uno de ellos afirmó que lo habían torturado.
Para ese entonces, quienes alguna vez fueron considerados combatientes a favor de la libertad se convirtieron en simples terroristas, aún más después de los ataques del 11 de septiembre en Estados Unidos. Unos años atrás, el gobierno del Partido Popular de José María Aznar, un conservador que escapó por poco a la muerte en un ataque de ETA, había comenzado un diálogo inútil con los separatistas.
En el resto de España, ETA no recibió simpatía alguna; ni siquiera en Cataluña, una región con su propia lengua e identidad. Algunos de los ataques más brutales se llevaron a cabo en Barcelona y Madrid.
Con una insatisfacción creciente dentro de sus rangos, más de trescientos prisioneros desperdigados en prisiones españolas y francesas, y sin logros políticos, ETA ha optado por lo que la mayoría de la gente ha anhelado durante décadas: renunciar a la violencia.
Ahora que se detuvo esta lucha, necesitamos paz duradera. Se necesitarán entendimiento y conocimiento político. Algunos temen que una reacción vengativa por parte del gobierno español resulte en un grupo disidente más radical. Un pasado brutal con un legado de 854 muertos no puede repetirse.
Aún no se han discutido dos temas importantes. Primero, el procesamiento de muchos crímenes, la mayoría de ellos cometidos por ETA, aunque otros fueron perpetrados por las fuerzas de seguridad y por grupos paramilitares. Después, que los prisioneros sean trasladados a algún sitio cercano al País Vasco, lo cual se consideraría un acto de fuerza, no de debilidad. Todas estas medidas requieren un liderazgo fuerte, algo que el presidente del gobierno español, Mariano Rajoy, posiblemente no tenga.
A pesar de las dificultades, tengo esperanza en el futuro.
Por Alberto Letona para The New York Times
Alberto Letona es periodista e imparte clases de Periodismo en la Universidad del País Vasco.