Por primera vez los portadores de las enseñas en la ceremonia de apertura de los JJ.OO fueron un deportista de cada sexo. La delegación argentina fue encabezada por los regatistas Santiago Lange y Cecilia Carranza Saroli.
Los olímpicos siempre relatan que cuando se visten el traje de la ceremonia ya sienten un cosquilleo especial. Una electricidad que se multiplica cuando se sitúan en el túnel del estadio olímpico correspondiente y, con las luces apagadas, a punto de salir a desfilar escuchan el estruendo que llega desde las gradas, la fiesta, la alegría. Lo resumen como uno de los momentos más imborrables de su experiencia en los Juegos. En esta ocasión en Tokio no fue así. No había corazones. Ni música especialmente atronadora. Ni efectos especiales destinados a las pantallas del mundo entero. Sólo aplausos aislados de voluntarios y algunos periodistas. Esta vez los deportistas, por muy emocionados que estuvieran, sobre todo si para algunos era su bautismo de fuego, no experimentaron lo mismo.
De entrada porque el paseo no fue alrededor del anillo atlético del estadio. Para qué, si no había nadie a quien dirigirse de forma presencial. Apenas recorrían un pasillo central, una recta. Así se agilizaba un tanto el asunto encabezados por los abanderados de turno, para saludar a la cámara y a nadie más. Para conectar con el resto de la humanidad de manera telemática, un símbolo de estos tiempos en que el contacto real ha sido sustituido por el virtual y por el frío de la distancia. Nadie podrá suplir nunca a la gente en un estadio. Sin ellos todo queda reducido a un remedo de ensayo general, sea más bello o más pesado, que eso también va a gustos. Cuando apareció Grecia, el primer país siempre por ser los inventores de los Juegos de la antigüedad, fue inevitable comparar el momento con el de otras ceremonias. Y la verdad, se cayó el alma a los pies. Por lo menos los argentinos, siempre bullangueros, entraron cantando y saltando.
Si histórico es todo en Tokio, por la falta de pálpito en las butacas, también lo fue por ser la primera vez que dos deportistas, uno de cada sexo, salían al unísono encabezando todas las delegaciones en aras de la igualdad entre géneros que buena falta hace. En algunos casos ambos se aferraban al mástil de la bandera. En otros, sólo uno de ellos.
En cuanto a España, que salió en el lugar 88 al seguirse el orden en japonés (menos en el caso de Grecia), como es bien sabido fueron Mireia Belmonte y Saúl Craviotto, un dúo de justicia con ocho medallas olímpicas que cuelgan de sus cuellos. Los dos sujetaron la bandera a la par.
Entre los abanderados se exhibieron deportistas más de excelsa trayectoria olímpica que no de enorme popularidad universal. No hubo una Simone Biles, un Kipchoge, una Ledecky o un Kevin Durant. Pero sí de reconocido prestigio, como el nadador Laszlo Cech por Hungría, la baloncestista Sue Bird por Estados Unidos, las atletas Caterine Ibargüen (Colombia) y Shelly-Ann Fraser-Pryce (Jamaica). Se dio el curioso caso que hubo algún país como Lesotho, Myanmar o Tanzania en que la bandera la portó un voluntario por falta de representantes presentes. Así, durante casi dos horas desfilaron representantes de los 206 comités olímpicos participantes. Aunque parezca increíble por lo que costó de digerir, un poco más corto que otras veces.