En 2023 Argentina vivirá las diferentes etapas de unos comicios donde se elegirán presidente de la Nación, gobernadores de varias provincias, intendentes [alcaldes]de miles de municipios y se renovará parcialmente el Congreso. Entre agosto y noviembre habrá primarias abiertas, simultáneas y obligatorias, primera vuelta y, de ser necesario, un ballotage o segunda vuelta, para decidir quién ocupará la Casa Rosada.
Este dato pone en contexto todo lo que puede suceder —o no suceder— en torno a los asuntos socioambientales del año que comienza. Las campañas electorales son particularmente largas en Argentina y tienden a concentrar todo el interés y los esfuerzos de la clase política, eclipsando cualquier otra iniciativa a largo y mediano plazo.
De esa manera, temas que deberían considerarse prioritarios corren riesgo de quedar aparcados al borde del camino. En esa lista se encuentran la puesta en marcha de las medidas contempladas en el Plan de Adaptación y Mitigación al Cambio Climático presentado por Argentina en la COP27 de Egipto; la aprobación y ejecución de leyes que detengan el imparable deterioro de humedales y bosques, la creación de criterios para efectuar estudios de impacto ambiental de participación ciudadana en la ejecución de proyectos industriales; y la decisión sobre el manejo que tendrá la llamada Hidrovía Paraná-Paraguay, arteria vital por la que circulan los principales productos de exportación del país.
Estas elecciones, además, llegan envueltas en un clima político y una situación económico-financiera complicada. Por un lado, la expresidenta y actual vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, máxima referente del oficialismo, fue condenada a seis años de prisión e inhabilitación para ejercer cargos públicos y anunció su renuncia a presentarse como candidata en las listas de su partido, lo cual altera aún más las discusiones internas, tanto en su sector político como en la principal oposición.
Por otro lado, el acuerdo firmado con el Fondo Monetario Internacional para el pago de una deuda de 44 000 millones de dólares obliga a recortes y ajustes presupuestarios que pueden aumentar unos índices de pobreza y marginalidad que ya afectan al 40 por ciento de la población del país.
Este es el contexto que enmarca a algunos de los desafíos ambientales que tendrá Argentina en 2023 y que aquí presentamos.
1. Adaptarse y mitigar para sobrevivir
Los efectos del cambio climático ya se hacen sentir de manera notoria en Argentina. Tres años de sequía, bajantes pronunciadas de los ríos, olas de calor cada vez más intensas y frecuentes en el norte del país, tormentas de tierra de tonos apocalípticos, continuos incendios forestales e inundaciones periódicas componen un panorama que impulsa a tomar decisiones inmediatas.
“Hemos cuantificado lo que nos costaría ahora mismo alcanzar todos los objetivos expuestos en el Plan de Adaptación y Mitigación al Cambio Climático que presentamos en la COP27. Serían 185 000 millones de dólares”, dice Cecilia Nicolini, secretaria de Cambio Climático, Desarrollo Sostenible e Innovación del gobierno nacional. En su conversación con Mongabay Latam también indica que “la inacción tendría un costo adicional. Viendo la virulencia de los impactos del cambio climático en nuestro territorio, todo lo que no se invierta ahora se irá agravando y la cifra se irá encareciendo”.
El Plan es, sin duda, ambicioso y contempla más de 250 medidas. Entre las seis líneas estratégicas de trabajo que componen su núcleo central se incluyen la conservación de la biodiversidad; la gestión alimentaria, de los bosques, los residuos y las infraestructuras urbanas; y las transiciones en materia energética, productiva y de movilidad. A su vez, estas estrategias se complementan con enfoques que atraviesan temas de género, diversidad, salud, empleo y líneas instrumentales referidas a la financiación, investigación y desarrollo, innovación y fortalecimiento de las instituciones.
Si bien no se establecen resultados parciales que permitan conocer los avances en cada etapa del proceso, sus metas finales son cumplir con los compromisos adquiridos por el país: reducir a 349 Mt de dióxido de carbono las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) en 2030 y alcanzar la carbono neutralidad en 2050. Cómo llegar a esos puntos y qué avances podrán apreciarse a finales de 2023 son los grandes interrogantes.
“Argentina tiene una enorme biocapacidad”, afirma Manuel Jaramillo, director general de la Fundación Vida Silvestre Argentina, quien puntualiza: “Podemos colaborar con la transición energética global aportando gas natural (y planificando el cierre de su utilización en 2050); alimentar a una población creciente con modelos de producción agrícola y ganadera libre de deforestación; modificar la matriz energética del país hacia las energías renovables. Incluso, regenerar los suelos y la capacidad productiva de bosques, pastizales, humedales y de nuestro mar para aumentar nuestra resiliencia. Lo que debemos hacer es pasar de una vez por todas de los compromisos a la acción”.
Por supuesto, el Plan no está exento de críticas. “En un contexto global que requiere una transición en dirección contraria a los combustibles fósiles, resulta complejo entender cómo insertar la expansión de la frontera hidrocarburífera [que plantea el gobierno]en la transformación integral del sector energético”, señala Catalina Gonda, co-coordinadora del área de Política Climática de la Fundación Ambiente y Recursos Naturales (Farn).
Desde su posición, la secretaria Nicolini explica los motivos: “Soy la primera que firmaría producir energía solo con renovables, pero no podemos abrir 30 o 40 parques eólicos o importar miles de placas solares de la noche a la mañana. La transición energética necesita financiarse y el gas es un combustible fósil que a largo plazo no soluciona el problema, pero, debido al papel que está teniendo en el mundo a corto y mediano plazo, es una herramienta funcional a esa transición”.
La funcionaria del ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible va más lejos: “Hoy Argentina importa gas y el que tenemos en el yacimiento de Vaca Muerta nos permitirá dejar de comprar y tener un saldo exportable. Queremos usar esos dólares para financiar las renovables y desarrollar el hidrógeno verde”.
La realidad indica que Argentina ha hecho muy poco para implementar planes de mitigación desde la firma del Acuerdo de París hasta la fecha. La matriz energética sigue dependiendo en más de un 80 por ciento de los combustibles fósiles y el uso de la energía mantiene altos niveles de ineficiencia. Las dificultades políticas en un año electoral solo suman un obstáculo más.
“2023 tendría que ser el año en el que el sector político tome el cambio climático y la conservación de la biodiversidad como banderas centrales para atraer a los votantes que estén realmente preocupados y comprometidos con la naturaleza”, comenta Jaramillo, mientras que Nicolini aspira a activar todas las líneas estratégicas del Plan: “Me gustaría conseguir unos porcentajes de generación eléctrica a través de energías renovables cada vez más altos y reducir la emisión de GEI por causa de la deforestación, que es uno de los principales déficits que tenemos. Y que en diciembre [de 2023]podamos ver claramente que una política climática robusta tiene un impacto ambiental, económico, social y en términos de empleo. Sería la manera de comprobar que el desarrollo de un país es completamente compatible con la sostenibilidad”.
2. Aprobar varias leyes que son imprescindibles
El 2022 fue el décimo año que transcurrió sin que se llegara a sancionar la Ley de Humedales, tal vez la más emblemática de las normas ambientales que una y otra vez ve frustrada su sanción en el Congreso. En este caso, y luego de muchas discusiones y postergaciones, dos proyectos fueron aprobados por las comisiones de la Cámara de Diputados encargadas de estudiar el tema, pero las divergencias entre oficialismo y oposición impidieron que fueran tratados en el recinto y todo quedó postergado para el periodo de sesiones que comenzará el próximo 1 de marzo. Las perspectivas, en todo caso, no resultan halagüeñas.
“Lo ideal hubiera sido tener la aprobación en Diputados y que en 2023 la discusión ya estuviera en el Senado. El año electoral acortará los tiempos y pondrá la mayor atención en la campaña”, se lamenta Ana Di Pangracio, directora ejecutiva adjunta de Farn. Casi sin excepción, la ley encuentra teóricos apoyos a uno y otro lado del arco político, pero al mismo tiempo genera resistencias insalvables. Los intereses mineros, agropecuarios, forestales e inmobiliarios influyen y logran poner obstáculos que atraviesan las cuestiones ideológicas. “Me pregunto por qué les resulta tan inconveniente aprobar la ley cuando muchos puntos de los que se plantean deberían estar cumpliéndose a partir de las normas que tienen las provincias”, se cuestiona Enrique Derlindati, doctor en biología, docente e investigador en la Facultad de Ciencias Naturales de la Universidad de Salta.
El sistema federal que rige en la Argentina, que brinda a los 24 distritos provinciales amplias competencias en el uso y regulación de sus bienes y recursos naturales, se encuentra detrás de estas dificultades. Las disposiciones que surgen del Parlamento nacional o del Poder Ejecutivo brindan un marco jurídico general, pero son implementadas, ejecutadas y controladas en cada distrito, y allí los objetivos y niveles de cumplimiento tienden a diluirse en función de necesidades, acuerdos o grises entramados locales.
“Cuando la potestad queda solo en manos de las provincias un gobernador puede decidir sustraer varios miles de hectáreas de un área protegida para transformarla en otra cosa”, aclara Derlindati. “El gobierno nacional hace sobreabuso de los artículos de la Constitución que otorgan a las provincias la explotación de los recursos que se encuentran dentro de sus límites”, explica Manuel Jaramillo, refiriéndose a la muy escasa o nula intervención del Poder Ejecutivo respecto a las decisiones que toman las autoridades de los diferentes distritos, incluso cuando estas incumplen parcial o totalmente las leyes del Congreso Nacional.
Los sectores ambientalistas y el propio gobierno nacional impulsan que una Ley de Evaluación de Impacto Ambiental también vea la luz en 2023. “Necesitamos una norma de este tipo para que todos los procesos de ejecución de un proyecto industrial sean transparentes y rigurosos”, manifiesta Nicolini. Y es que lo ocurrido en la represa Presidente Néstor Kirchner, una de las dos que se están construyendo sobre el río Santa Cruz en el extremo sur del país, así lo demuestra.
Los trabajos, que comenzaron en 2017, sufrieron varias interrupciones por procesos judiciales y falta de financiamiento, y continuaron avanzando con tareas menores pese a las denuncias de inconsistencia del informe de impacto ambiental presentado por la sociedad chino-argentina encargada de las obras. Un informe posterior del Instituto Nacional de Previsión Sísmica manifestó sus inseguridades respecto al lugar de emplazamiento de la represa, cercano a una falla geológica que atraviesa el río, y la aparición de una grieta de 20 metros en un muro de hormigón obligará a cambiar la ubicación. Teniendo en cuenta esta modificación, la coalición de ONG Río Santa Cruz Libre, demandante en la principal causa legal contra el proyecto, solicitó un pedido de reajuste del estudio de impacto ambiental. Hasta la fecha no obtuvo respuesta.
El caso anterior es solo una muestra de la urgencia de sancionar —y después implementar y hacer cumplir— las leyes ambientales que permitan controlar con mayor eficiencia los recursos naturales del país.
3. Mayor participación ciudadana en la toma de decisiones
En enero de 2021 se realizó en la ciudad de Buenos Aires la audiencia pública destinada a debatir el proyecto de edificación de dos nuevos barrios de torres residenciales junto al Río de la Plata. Este tipo de convocatorias, en la que puede participar libremente cualquier ciudadano, están contempladas en la Ley General del Ambiente aprobada en 2002. En teoría deben ser realizadas antes de que se autorice cualquier actividad que pueda dañar el medio ambiente. Sin embargo, no siempre ocurre así, y, además, no son vinculantes. En esa ocasión participaron 2057 personas, de las cuales el 97 por ciento se manifestó en contra. A pesar de esto, en diciembre de ese año, la Legislatura porteña aprobó los nuevos barrios.
Casi simultáneamente, en julio, tuvo lugar una primera audiencia pública para debatir el proyecto de prospección de pozos de gas y petróleo en un área del mar argentino, situada a unos 300 kilómetros de distancia de Mar del Plata, el principal centro de vacaciones del país. Hubo 373 intervenciones de las cuales 345 se mostraron contrarias al proyecto y solo 12 a favor. Seis meses más tarde, el gobierno nacional, de signo político contrario al que dirige los destinos en la capital del país, autorizaba las prospecciones. La coincidencia en desoír la voz popular es toda una muestra de que la grieta ideológica que divide el país se difumina cuando se trata de tomar decisiones que afectan el medio ambiente.
Casos semejantes se reproducen a lo largo y ancho del país, fundamentalmente en relación a proyectos mineros, del agronegocio o inmobiliarios. Y se agravan en ámbitos rurales, donde los afectados son menos o pertenecen a comunidades indígenas. “Los gobiernos ni siquiera nos llaman cuando deben decidir la entrada de alguna empresa a nuestros territorios, llevan a cabo lo que quieren hacer sin ninguna consulta previa”, confirma Evis Millán, integrante de la comunidad mapuche-tehuelche Pillan Mahuiza y activista del Movimiento de Mujeres y Diversidades Indígenas del Buen Vivir.
Las convocatorias para las audiencias suelen ser irregulares, ya sea porque se anuncian tarde, se realizan en lugares de difícil acceso para los pobladores, los interesados acuden sin haber recibido antes la información necesaria para conocer el asunto que se debate, o porque las audiencias no se traducen a las lenguas de los pueblos originarios en los casos donde están implicados.
El fondo de la cuestión se resume en dos palabras: “licencia social”, es decir, el aval de la mayoría de la sociedad para que una obra se lleve a cabo. “La destrucción del bosque chaqueño, por ejemplo, no la tiene. Los habitantes del monte, ya sean de pueblos originarios o campesinos criollos no son los que deforestan”, afirma Micaela Camino, bióloga, integrante de la plataforma Somos Monte y ganadora del Premio Whitley 2022.
Incrementar y mejorar la calidad de la participación ciudadana para fortalecer esa licencia social en cuestiones ambientales es otro de los desafíos del año. También en este punto existe una propuesta de ley para que en todo el país se unifique la forma de actuar en cuestiones concretas relacionadas con la utilización de recursos naturales. Fue presentada por el diputado oficialista Hernán Pérez Araujo en 2021 y el punto más conflictivo para los intereses del poder económico y político es la posibilidad de que los resultados que se produzcan pasen a ser vinculantes. “No se le da a la participación ciudadana el lugar central que debería tener a la hora de desarrollar cualquier proyecto extractivista”, explicó el legislador al presentar su propuesta. Hasta el momento, la idea fue archivada y nunca avanzó un solo centímetro.
4. Frenar la deforestación y apagar los incendios
“En la actualización del Ordenamiento Territorial de Bosques Nativos (Otbn) no hemos planteado desmonte cero, pero sí un ordenamiento que de manera progresiva va en favor del ambiente”, dice Marta Soneira, ministra de Ambiente y Desarrollo Sostenible de la provincia del Chaco. Lo que ocurre con los bosques en ese distrito es posiblemente el mejor ejemplo de las tensiones que convierten a la deforestación en uno de los grandes dramas ambientales del país.
Solo en la región del Chaco argentino, que comprende cuatro provincias (Salta, Formosa, Santiago del Estero y Chaco), se perdieron 80 938 hectáreas en 2019, 114 716 en 2020 y 110 180 en 2021. El 54 por ciento de ellas de forma ilegal según los datos oficiales. En 2022 Soneira acepta la pérdida de otras 26 000 hectáreas en su distrito —la organización Greenpeace amplía ese número hasta las 47 000—, incluso pese a que una medida judicial prohíbe, desde octubre de 2020, los cambios de uso de suelo que impliquen reducir la masa boscosa.
Pendiente desde 2013, la actualización del Otbn chaqueño es centro de una discusión que lleva más de dos años y ha ido en aumento de manera progresiva. Científicos, ONG y diferentes expresiones de la sociedad civil manifiestan su inconformidad con las propuestas oficiales, a las que califican de “regresivas”, ya que “blanquea los desmontes ilegales producidos sin sancionar económicamente a los propietarios ni obligarlos a restaurar esas áreas”, sostiene Matías Mastrángelo, investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet).
Desde el mundo empresarial, por el contrario, entienden que la última proposición de diciembre de 2022, mencionada por Soneira, es una marcha atrás que afectaría la producción y la economía: “Frena el desarrollo productivo y tendría consecuencias negativas para la provincia”, afirma un comunicado de la Federación Chaqueña de Asociaciones Rurales.
En el resto del país son los incendios forestales los que concentran la atención pues, en los últimos años, han sido los promotores de pérdidas de zonas de bosques, pastizales y humedales, además de plantaciones de la industria forestal. “El 2022 ha sido un año muy crítico en esa materia”, admite Sergio Federovisky, viceministro de Ambiente de la Nación.
Según los datos oficiales, incompletos aún para el 2022, las llamas consumieron 490 000 hectáreas en 2019; 1 167 985 en 2020; 326 000 en 2021; y hasta agosto de 2022 habían ardido otras 375 000, aunque otras mediciones de ONG ambientalistas, pero también de una entidad estatal como el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria, hablan de 800 000 solo en los incendios ocurridos en febrero en la provincia de Corrientes.
La lucha contra la deforestación y los incendios, en la que conviven las quemas voluntarias para provocar el rebrote de pastos tiernos para el ganado (por ejemplo, en las islas el Delta del río Paraná, una de las zonas más afectadas), la negligencia y los efectos de tres años continuos de sequía se encuentra, nuevamente, entre los grandes retos de Argentina para 2023.
5. Un rumbo claro para la Hidrovía
El río Paraná y su afluente del norte, el Paraguay, constituyen la ruta central de salida de los buques que transportan los granos y las carnes que conforman el 60 por ciento de las exportaciones argentinas. Sin embargo, la gestión presente y futura de la denominada Hidrovía se encuentra en estado provisional desde el 2020. Ese año caducó el contrato con la empresa que se ocupaba de las tareas de mantenimiento —dragado, balizamiento y señalización—, y del cobro de peajes a los más de 4500 buques que recorren el río.
Después de algunas idas y vueltas, el gobierno creó el Ente Nacional de Control y Gestión de la Hidrovía y le entregó a la Administración Nacional de Puertos la gestión de las tareas más técnicas. Lo que se espera para 2023 es que el Estado presente los pliegos de una segunda y definitiva licitación internacional (la primera quedó sin efecto) para resolver la situación. De las condiciones que se planteen dependerá en buena medida el futuro ambiental de un sitio especialmente sensible. En el contexto del cambio climático, el Paraná sufrió en 2021 la segunda bajante más severa de la historia y en las orillas e islas de los tramos medio e inferior del cauce se mantiene un alto nivel de estrés hídrico que alimenta los constantes y voraces incendios que se presentan en la zona.
“Habría que adecuar las vías navegables para optimizar la carga potencial transportada de los buques modernos de mayores dimensiones y calado”, proponía en su momento Daniel Nasini, expresidente de la Bolsa de Comercio de Rosario. “Necesitamos más profundidad y zonas de cruce”, afirman los actuales directivos del ente que reúne a las grandes industrias cerealeras nacionales y multinacionales que operan en las más de 80 terminales portuarias distribuidas a lo largo del río. El propósito: permitir la entrada de buques cuya capacidad de carga sea de hasta 70 mil toneladas en lugar de las actuales 48 mil. Sin embargo, este objetivo encuentra resistencias entre los defensores socioambientales.
“Cada sector busca su beneficio. Los armadores quieren reactivar la marina mercante y los astilleros; los patrones y capitanes de barcos pretenden una traza de doble vía para mejorar la seguridad… Nadie hace un balance ni incluye a los grupos sociales más desprotegidos; tampoco se preocupan por las cuestiones ambientales, que es donde recaen los mayores impactos”, opina Nadia Boscarol, coordinadora de Política del programa Corredor Azul en la Fundación Humedales.
La contaminación que dejan los residuos que arrojan los barcos, el polvillo que desprenden los cereales durante el proceso de carga en los puertos, los desagües cloacales sin tratamiento previo de ciudades y pueblos al río y los efectos que el dragado permanente produce sobre los micoorganismos que habitan en el fondo de las aguas son solo algunos de los inconvenientes que se han ido creando en las orillas y en el lecho del río durante lo últimos 25 años, cuando comenzó su transformación en Hidrovía. Seis provincias tienen acceso directo al complejo Paraná-Paraguay y su participación en las discusiones le añaden complejidad a lo que vaya a determinarse.
Como en el resto de los temas, la política tendrá la última palabra. “Todo es un rompecabezas muy complejo que necesita de muchísimo trabajo, consenso y también de dejar el cinismo de lado”, resume Cecilia Nicolini. En un año electoral la tarea se antoja doblemente difícil.
Fuente: Mongabay