Podría parecer mezquino de mi parte, pero desde hace un buen tiempo me molestan esos hombres de barba canosa con mallas negras ajustadas: esos sexagenarios o septuagenarios fanáticos del ejercicio que presumen los miles de kilómetros que han recorrido en sus carísimas bicicletas.
Detrás de mis muecas, por supuesto, ha habido un juicio moral: el de que estos hombres, que ya pasan la mediana edad y son entusiastas del ejercicio, son casos evidentes del autocuidado moderno que está fuera de control. Mi veredicto está sustentado pero, sinceramente, estos superciclistas que envejecen no me molestarían tanto si no fuera porque me da una envidia terrible que gente de mi edad, e incluso mayor, siga experimentando la emoción de llevar su cuerpo al límite. He sufrido tantas lesiones que ya no puedo hacer lo mismo y las horas que antes pasaba en el sauna solían ser esenciales para mantener mi cordura.
Unas décadas antes de Freud, Nietzsche predicaba que aquellos con la necesidad de hacer una búsqueda introspectiva debemos sumergirnos en el laberinto interior y rebuscar entre los instintos y pasiones que florecen en nuestras teorías favoritas y juicios morales. En este laberinto, Nietzsche detectó la caligrafía de la envidia por todos lados, por lo que señaló: “La envidia y los celos son las partes privadas del alma humana”.
Hace poco, un terapeuta con aproximadamente treinta años de experiencia me confesó que, de todos los temas que a sus clientes les costaba trabajo escudriñar (incluido el sexo), no había uno más difícil de abordar que el de la envidia. Aristóteles describió la envidia no como un deseo benigno de lo que alguien más posee, sino “como el dolor ocasionado por la buena fortuna de los demás”. No sorprende el hecho de que estos dolores emocionales a menudo den paso a un sentimiento de maldad. Hemos sido testigos de que a lo largo de la historia y a través de las diferentes culturas, cualquiera que disfrutaba de una pequeña dosis de buena fortuna le temiera al “mal de ojo” y buscara defensas en su contra. Por supuesto, hoy no se habla mucho del mal de ojo, al menos no en Occidente, pero definitivamente no es porque seamos menos propensos a sentir envidia que nuestros antepasados.
En su ensayo On Envy, el filósofo Francis Bacon escribió: “De todos los sentimientos, es el más insidioso y continuo. Los demás también se presentan, pero de vez en cuando; por lo tanto, bien se dice que: Invidia festos dies non agit“, es decir: “La envidia no toma vacaciones”.
Uno de los motivos por los que la envidia no toma vacaciones es que nosotros nunca dejamos que descanse el impulso de compararnos con el otro. He tenido estudiantes que reaccionan con gusto al ser aceptados en programas de posgrado y, unos días más tarde, preguntan tímidamente: “Oiga, doctor. ¿Usted como cuántos solicitantes cree que hayan sido rechazados?”, lo que se traduce en: mientras más rechazados haya, más feliz puedo sentirme.
Las redes sociales han generado nuevos panoramas de esta compulsión a compararnos y sentirnos superiores a los demás.
Quizá se trate de una manera sutil de lo que Nietzsche describe como “la voluntad de poder”, pero muchos publicistas prometen que al adquirir su producto no solo subirás tu estatus, sino que al entrar en tu cochera con ese flamante auto nuevo también harás que a tu vecino se le retuerza el hígado.
Pero, ¿acaso podemos aprender algo de la envidia? Si Sócrates tenía razón y no vale la pena vivir una vida sin cuestionamientos, entonces en definitiva debemos analizar nuestros sentimientos para descubrir lo que nos importa de verdad y no lo que nos gustaría que nos importara. Y qué mejor instrumento para esta especie de autoanálisis que la envidia, un sentimiento tan sincero como un puñetazo.
Por ejemplo, a menudo encuentro una razón para enojarme con las personas a las que envidio. Pero si logro identificar a la serpiente de la envidia arrastrándose por mi psique, por lo general logro aplacar la ira. Esa misma consciencia también puede contribuir a mitigar los juicios morales. Al reconocer la envidia cuando mi amigo sexagenario presumió haber terminado un maratón, pude dejar de fomentar el pensamiento indignante de: “¡En lugar de correr kilómetros a diario, ¿por qué no dedicas el tiempo a ser tutor de niños con discapacidades?”.
Kierkegaard, quien alguna vez señaló que podía ofrecer un curso acerca de la envidia, compartió esta historia de la antigua Grecia: “El hombre que le dijo a Arístides que votaba por desterrarlo ‘porque estaba cansado de escuchar por doquier que era el único hombre justo’, en realidad no negaba la excelencia de Arístides, sino que confesaba algo acerca de sí mismo: que su relación con la excelencia no era la del feliz encanto de la admiración, sino el infeliz encanto de la envidia”. Luego, Kierkegaard añadió lo más importante: “Pero no minimizó la excelencia”.
“La envidia es admiración secreta”, explicó Kierkegaard. Como tal, si somos sinceros con nosotros mismos, la envidia puede ayudarnos a identificar nuestra visión de la excelencia y a realizar los cambios pertinentes, en caso necesario. El revoltoso danés se lamentaba de que, a diferencia de Arístides, la tendencia de sus coterráneos de Copenhague consistía en negar ese horrible sentimiento y denigrar a la persona que carga con esos paquetes de resentimiento y mala voluntad, como esos vejestorios que pasan por mi casa zumbando en sus bicicletas. ¡Ay, cómo desearía poder unírmeles!
Camus escribió: “Los grandes sentimientos llevan consigo su propio universo, espléndido o abyecto. Iluminan con su pasión un mundo exclusivo. […]Hay un universo de celos, de ambición, de egoísmo o de generosidad. Un universo, en otras palabras, un estado mental y metafísico”. No vemos al mundo como representaciones bidimensionales. Nuestras emociones infunden valencia y color al universo que percibimos. Por muy desagradable que sea, es bueno saber cuando proyectamos envidia —cuando casi todos parecen hacernos sentir más pequeños y menos afortunados—.
En la actualidad, existen personas convencidas de que el conocimiento de uno mismo es relativamente inútil, de que el autoconocimiento no va a cambiar los sentimientos de los que estamos conscientes. Quizá estos escépticos sepan algo que yo no sé, pero la experiencia me ha enseñado que aunque no puedo elegir lo que siento, sí puedo influir en cómo lo entiendo, y que el entendimiento de uno mismo puede modificar y moldear esos sentimientos, incluyendo la envidia.
Hace poco vi un documental enfocado en algunas personas que han dedicado gran parte de su vida a mantener a los jóvenes alejados de la prisión. Recostado en mi sillón, pude haber hecho una declaración cínica como: “El sistema es un caso perdido”, pero era evidente que envidiaba la devoción de estas almas llenas de amor y generosidad. Y, así, comencé a atormentarme con la idea de que en lugar de escribir acerca de la envidia debía prestar atención y pasar más tiempo ayudando a esos niños al borde del presidio. Y quizá lo haga.
Por Gordon Marino para The New York Times.
Gordon Marino es profesor de Filosofía en el St. Olaf College y autor del libro de reciente publicación “The Existentialist’s Survival Guide: How to Live Authentically in an Inauthentic Age”.