El pegante que ayudó a cimentar la sociedad humana en sus inicios fue la construcción de redes de comunicación que fortalecieron la unidad y que le permitieron a los primeros Sapiens construir grupos que se ayudaron entre ellos para sortear los inmensos desafíos de medios hostiles. De ahí, y a lo largo de la historia, se fue fortaleciendo lo que acabaría volviéndonos las criaturas sociales que somos. Pero esa misma condición entraña enormes riesgos pues también nos vuelve permeables y blanco fácil de los discursos de odio y rabia venidos de individuos investidos de alguna autoridad.
Ha sucedido muchísimas veces en nuestra historia y las consecuencias han sido espantosas. No tenemos que ir muy lejos para encontrarnos con dictaduras despiadadas y genocidios, que se inician de manera lenta pero persistente con el supuesto de que todo se lo hace por el bien común. Pero detrás de todo siempre está la idea de que existe un grupo humano superior a los otros y que ese derecho auto asignado permite eliminar a los otros, aniquilarlos porque son débiles, perezosos, inferiores que no dejan que la sociedad siga adelante. ¿Y cómo se lo hace? Con la palabra cotidiana.
Para muestra un botón, o dos, o cuatro, que cada vez más por estos días, gobiernos en Europa, Estados Unidos, Brasil, Filipinas, Siria se inclinan a tomar posturas dictatoriales que un día sí y otro también, disparan sus dardos envenenados contra el otro, el distinto, el diferente, el que no está de acuerdo con ellos.
Este es un espacio dedicado a la ciencia, por eso los análisis sociológicos y políticos se los dejamos a quienes los saben hacer. Pero no podemos sustraernos a lo que pasa y por eso ofrecemos algunas explicaciones desde la neurociencia.
En Estados Unidos, desde la llegada al poder del actual gobierno, se ha demonizado a los políticos que se oponen, se los ha calificado de estúpidos. A los inmigrantes indocumentados se los llama animales. Esta retórica ha alimentado el clima de odio que ahora se vive, cultivado por los medios extremistas y por esa virulenta cultura de desinformación de internet.
Claro que es difícil probar que el discurso incendiario es la causa directa de hechos violentos. Pero los seres humanos son criaturas sociales que son fácilmente influenciables por la rabia que se encuentra por todas partes: muertes en una sinagoga, paquetes cargados de bombas dirgidos por un fanático admirador del gobierno a todos los políticos que han demostrado posturas humanistas, por considerarlos enemigos.
La psicología y la neurociencia sin embargo nos pueden proveer de alguna información sobre el enorme poder del lenguaje de quienes están en el poder.
Sabemos que la exposición repetida y consistente al lenguaje del odio puede aumentar los prejuicios, como una serie de estudios realizados el año pasado en Polonia lo confirman. También pueden volver a las personas insensibles a las agresiones verbales, porque en parte normaliza lo que antes era condenado por la sociedad.
Los discursos que riegan el odio y el miedo provocan un aumento en las hormonas del estrés, como el cortisol y la norepinefrina, involucrando también a la amígdala, el centro cerebral que se alerta por las amenazas. Así, lo que se conoce como “el procesamiento del peligro”, acaba bajando la guardia y las personas tendrán una tendencia mayor a actuar antes de pensar.
El hombre que mató en la sinagoga declaró que lo hacía porque el grupo de inmigrantes que camina a Estados Unidos, instigados por los judíos, viene a invadir y a matar. “No me puedo quedar sentado mirando como matan a mi gente”. Nada de eso es verdad.
Susan Fiske, psicóloga de la Universidad de Princeton y sus colegas han mostrado que la desconfianza hacia el otro está ligada a la rabia y a los impulsos a la violencia. Esto se acentúa cuando la sociedad pasa por momentos económicos difíciles y las personas ven en los de fuera, competidores de sus trabajos.
Mina Cikara, psicóloga de Harvard y coautora del estudio ha dicho: “cuando a un grupo se lo pone a la defensiva y se lo hace sentir amenazado, empieza a creer que cualquier cosa, incluso la violencia, está justificada”.
Y hay otro asunto que Trump maneja con mucha tranquilidad para incitar a la violencia hacia los que no le gustan o que ve como enemigos potenciales, los deshumaniza. “Estas no son personas, son animales”, dijo de inmigrantes indocumentados.
Los trabajos de Cikara y otros investigadores demuestran que cuando un grupo se siente amenazado, es mucho más fácil que piense que las personas del otro grupo son menos humanas y sienten menos empatía, dos condiciones psicológicas que llevan a la violencia.
En un estudio de 2011, Fiske y sus colegas4 se centraron en lo que se conoce como “el conocimiento social”, la habilidad para ponerse en el lugar del otro y reconocerlo como un sujeto humano merecedor de un trato moral. Hubo individuos en el estudio que tenían tan poca empatía hacia los drogadictos y los sin techo que no se imaginaban cómo esas personas pensaban o sentían. Sometidos a resonancias cerebrales sus imágenes mostraron que la visión de miembros del grupo deshumanizado no activaba en sus cerebros regiones involucradas en el conocimiento social normal sino que más bien activaba la ínsula, la región que tiene que ver con el rechazo.
Fiske escribe “tanto la ciencia como la historia sugieren que las personas se mantendrán en sus prejuicios y actuarán de la peor manera cuando se vean sometidas a estrés, presionadas por amigos, o cuando figuras autoritarias los inciten a ello”. Por eso cuando Trump, y ahora el recién electo Bolsonaro en Brasil, deshumanizan a sus adversarios, los despojan de su protección moral y vuelve más fácil hacerles daño.
Si todavía tiene dudas sobre el poder del discurso político para fomentar la violencia física aquí va un ejemplo de un estudio de 1960. Impulsados por un discurso incendiario, a los participantes se les indicó suministrar choques eléctricos a otros, sin que supieran que no eran reales. El sesenta y cinco por ciento hicieron lo que se les pedía y dieron la descarga más alta, que si real habría sido fatal. La conclusión es que podemos, influenciados por la autoridad, hacerle cosas terribles a otros, sólo por haber recibido una orden.
Preparado el terreno con suficiente abono de odio, amenazas de peligros inexistentes, rechazo al otro por ser diferente o venido de otro lugar, se presentan los salvadores para “recuperar lo que nos han quitado” y restablecer el orden a punta de más odio, deshumanización y de discursos que asustan y mueven a más odio y ganas de venganza.
Así se iniciaron movimientos que asolaron a la humanidad durante buena parte del siglo pasado. Depende de todos nosotros, provistos de la razón, apagar esas amenazas de incendios para impedir que lo sean de verdad.
Josefina Cano (genetista) para Cierta Ciencia.-