El octavo de los 10 mandamientos que habría entregado Yahvé a Moisés en el Sinaí es "no levantar falsos testimonios ni mentir". Hay quien advierte que los mandamientos no son originales de los hebreos, porque varios eran conocidos desde mucho antes en Egipto, de donde los judíos venían huyendo según la escritura.
El sentido del octavo mandamiento, que conserva el cristianismo con los otros, ha cambiado con el tiempo. Originalmente parece haberse referido a mentir ante la justicia. El "prójimo" (próximo) eran los que mantenían trato diario. Falso testimonio era tanto una declaración como una acusación falsa.
No mentirás es un mandamiento, es decir, ir contra él es pecado. No es ley, de modo que mentir no implica condena legal aunque sea moralmente reprobable.
La verdad puede ser de razón o de hecho. La de razón permanece indemne en el campo del pensamiento; la de hecho debe bajar al mundo de la acción, donde es posible decir "brilla el sol" cuando está lloviendo a cántaros.
Este un ejemplo de Hannah Ahrent en "Eichmann en Jerusalén. La banalidad del mal". Ahrendt respondió a acusaciones de "desalmada" y de falta de solidaridad con su pueblo al referirse al juicio de Eichmann, de quien dijo que no mostró ante los jueces odio, antisemitismo ni daño psicológico, sólo admitió haber hecho su trabajo dentro de la ley. Eichmann fue acusado de organizar el holocausto y de ser responsable del traslado de deportados a los campos de concentración de Polonia.
Ahrendt aseguró que si llega a la calle, la verdad filosófica se convierte en opinión, pero "por el contrario, la verdad de hecho siempre está relacionada con otras personas: se refiere a acontecimientos y circunstancias en las que son muchos los implicados; sólo existe cuando se habla de ella...Es política por naturaleza. Los hechos y las opiniones, aunque deben mantenerse separados, no son antagónicos entre sí; pertenecen al mismo campo".
En la calle, la mentira se confunde con la opinión y hasta pasa por verdad; el político no pretende tanto engañar como ganar tiempo. "Si yo decía lo que iba a hacer, no me votaba nadie", sintetizó Menem tras ganar con mentiras de gran calibre las elecciones que lo llevaron a la presidencia, como reconoció luego sin problemas. Y a un año de ser presidente, Mauricio Macri confesó: “Si yo les decía a ustedes hace un año lo que iba a hacer, seguramente iban a votar mayoritariamente por encerrarme en el manicomio”.
La gente, vote como vote, ya ha entendido hace mucho que debe escuchar las mentiras de los políticos -esos seres de nariz creciente y uñas corvas- como la llovizna de otoño, que molesta sin decir nada, que no fertiliza la tierra ni deja secar la ropa.
El juego político manda denunciar airadamente a los adversarios como mentirosos y corruptos mientras se pulen las mentiras y corrupciones propias sabiendo sin embargo lo que valen y lo que significan.
Los ciudadanos están condenados a escuchar con aires de asentimiento declaraciones y datos falaces, tanto más enfáticos cuanto más cerca esté la votación.
Pero hay mentiras que pueden ser dulces aunque no nos engañen. Un ejemplo es este poemita de Abel Martín, poeta y metafísico apócrifo que ocultaba a Antonio Machado:
Te quiero,
dijo mi amada, y mentía.
También yo mentí: te creo.
¡Te creo!, dije, pensando:
así me tendrá por niño
¡pero ella que sabe mis años!
¿Es el amor artificio
de mentiras sin engaño?
¡Labios que mienten y besan!
Es la mentira tan dulce...
Mintamos a boca llena.
También literario es este diálogo de Tolstoi, donde alguien revela sus intenciones por táctica, confiado en que no le creerán: -¿Adónde vas? -A Sebastopol -¡Mentira! Vas a Sebastopol, pero me lo dices para que yo crea que vas a San Petersburgo.
No importa que cada votante enfrente a diario la dura verdad de su vida; frente a la mentira política su evidencia se borra como una huella que lavan las olas en la playa.
Es inútil denunciar la manipulación de las estadísticas, como las que indicaban que el porcentaje de pobres en la Argentina era menor que el de Alemania, a pesar de que pobre en Alemania era el que ganaba menos de 1000 euros mensuales (unos 200.000 pesos) y en la Argentina los números del Indec en ese tiempo eran ejemplo de mentira política organizada.
El ministro del Interior de entonces, Aníbal Fernández, hoy ministro de Seguridad, con toda seriedad dijo haber consultado a La Oficina Federal de Estadística de Alemania, la Statistisches Bundesamt. La mentira consiguió así el barniz de verdad que necesita.
Por Fortunato Calderón Correa. De la Redacción de AIM.