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Política
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Tigre de papel: una crisis de hegemonía

Por Miguela Varela, de Revista PPV, especial AIM. El retroceso de la hegemonía norteamericana se viene anunciando desde la década de 1970: el malpaso en Vietnam, la disputa geopolítica con la Urss, el impulso económico de China, las nuevas posiciones tercermundistas, entre otros factores. Sin embargo, Estados Unidos les aguó la fiesta y con la caída del Muro de Berlín, el colapso de la Urss y la instalación del neoliberalismo y su discurso único del fin de la historia, volvía al ruedo.

La securitización de la agenda internacional que impuso Estados Unidos como consecuencia de los atentados del 11 de septiembre del 2001, sumado a su estancamiento en Afganistán y el desastre en Irak, comenzó a limar nuevamente su legitimidad global. En ese mismo año, China ingresa como miembro pleno a la Organización Mundial del Comercio, lo que consolida un ciclo de ascenso ininterrumpido como competidor. Pero esta vez, a diferencia de la Urss, no pretende instalar un modelo político y económico diferente al capitalismo, sino más bien conducirlo.

La llegada de la crisis económica de 2008 generó un colapso de la economía norteamericana y puso en evidencia la fragilidad de un modelo basado en la especulación financiera. A partir de ahí, dos conclusiones: por un lado, los gobiernos de izquierda de América Latina demostraron que aplicando medidas contracíclicas se podía surfear la crisis, cuestionando los mantras neoliberales de los organismos internacionales. Por otro lado, estos países avanzaron hacia esquemas propios de integración regional apartando a la OEA, es decir, a los Estados Unidos. En este contexto, la dirigencia política norteamericana bajo el lema “Too big to fail” (“Demasiado grandes para caer”), acudió al rescate de los grandes bancos para evitar un supuesto colapso del sistema. La presidencia de Barack Obama, un joven afroamericano con disfraz de progresista, no alcanzó para relegitimar a Estados Unidos frente al mundo.

El peor síntoma

La llegada de Donald Trump inauguró una etapa de “puertas a dentro”, donde se proponía volver a darle protagonismo a la política interna atacando a la inmigración, a los movimientos sociales y a los acuerdos multilaterales. “Make America great again” envalentonó una mirada conservadora que late en la sociedad, donde se pretende encontrar en la inmigración, en la política y en los movimientos sociales un chivo expiatorio que explique el por qué de la decadencia blanca. Bajo ese discurso, Trump abandonó el multilateralismo, se enfrentó con algunas democracias europeas y apoyó a los gobiernos conservadores en América Latina. No obstante, comenzó a mostrar debilidades en su intento de ejercer influencia: su incapacidad para derrocar al gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela, sus limitaciones para impedir que gobiernos populares retornen a América Latina (como el caso de Luis Arce en Bolivia o el peronismo en Argentina). Y un dato fundamental: la guerra comercial con China.

Estos son algunos de los pilares que debilitaron aún más la hegemonía norteamericana. Sin embargo, en un hecho sin precedentes, el año 2020 le regala a Donald Trump la oportunidad para relanzar el liderazgo internacional ante una pandemia que paraliza la economía global. Era el momento perfecto para demostrar que Estados Unidos podía combatir el virus con un sistema de salud solido, con una población que respondía a las indicaciones sanitarias, con un gobierno que impulsaría la vacuna de producción nacional y la ofrecería rápidamente al mundo entero, y con un país que sería el pilar de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Pero no, sucedió todo lo contrario: los camiones frigoríficos apilaban los cadáveres de lxs norteamericanxs que no pudo salvar un sistema de salud colapsado, el presidente hablaba de un virus chino, condenaba el uso de mascarillas y enfrentaba en duros términos a la OMS.

Ni democrátas ni republicanos, ¡Trumpistas!

Ese mismo Trump que debilitaba día a día la hegemonía norteamericana, también comenzaba a flaquear internamente: perdió las elecciones, denunció fraude, judicializó el proceso electoral y, finalmente, intentó un autogolpe dando lugar a una crisis institucional transmitida en vivo por la CNN y las redes sociales para todo el mundo.

Pensar en el autogolpe nos permite esbozar algunas preguntas. Es difícil creer que Trump podía impedir la certificación de la victoria de Joe Biden. Entonces, ¿Qué hay detrás de este show de características Hollywoodenses? ¿Desacreditar el sistema político? ¿Movilizar a esa minoría blanca ultra conservadora? ¿Es un guiño hacia la anti política? ¿Es una estrategia para seguir gravitando políticamente y fortalecerse de cara al año 2024?

Así, llegamos al 2021 con una fuerte pérdida de hegemonía global, pero, claramente, no por culpa de Donald Trump. Sino debido a la cristalización de un conjunto de síntomas de una enfermedad crónica mucho más grave. Trump es el síntoma, no la enfermedad. La enfermedad es un país que ya no puede conducir un sistema-mundo (como dicen lxs internacionalistas), un sistema agobiado por las contradicciones internas que constantemente da manotazos de ahogado para seguir gravitando en el mapa. Ahí residen los conflictos. Una sociedad que, hacia afuera, se muestra como un modelo democrático compacto con altos niveles de bienestar e institucionalidad, pero que Trump, al correr la cortina, dejó ver las inequidades y la fragilidad de un sistema que ya no conduce el ideal de democracia liberal.

Ese sistema democrático, impoluto, que nunca sufría fallas y que era la bandera de exportación norteamericana, en estos días se desinfló y se le vieron las hilachas. Estamos ante la consolidación de una caída. O como supo decir Mao Tse-Tung, ante un tigre de papel.

Trump

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