Es conocida la crueldad en combate del rengo Tamerlán, convertido en rey de Transoxiana, un psicópta asesino que entre otras cosas alrededor del año 1400 construyó una torre en Siria con 200.000 cráneos de soldados vencidos en batalla.
Pero Tamerlán, por impresionante que pueda parecer y mucho que hiera su sevicia la sensibilidad actual, es poco frente a lo que han hecho los modernos, como dejar morir de hambre a 400.000 prisioneros en Stalingrado, la batalla más sangrienta de toda la historia, antigua y moderna, donde perecieron alrededor de cuatro millones de personas, entre civiles y militares.
Algunos años después de Stalingrado, donde cambió de favorable a adversa la suerte del ejército nazi, la batalla de Berlín, al final de la Segunda guerra mundial, dejó alrededor de un millón y medio de muertos y la antigua capital prusiana totalmente destruida.
En la antigüedad las batallas eran crueles, pero los muertos mucho menos y casi siempre en el campo de batalla. Un gran ejemplo es Cannas, 216 años antes de Cristo en el sur de Italia, donde Anibal Barca, en una clase magistral de estrategia, derrotó en terreno enemigo a fuerzas romanas superiores y mató cerca de 80.000 soldados, entre ellos la flor de la juventud aristocrática, el peor desastre de Roma en su historia.
En la batalla de Platea, 479 a C, los griegos destruyeron el ejército de Jerjes, al mando de Mardonio, y mataron 51.000 hombres.
En la batalla de Magnesia, 190 a C, Cornelio Escipión mató al frente de las falanges romanas a 53.000 soldados de Antioco III, rey de la dinastía seléucida alejandrina.
En Gaugamela, 331 a C, murieron 53.000 persas en la batalla librada por el ejército macedonio invasor de Alejandro Magno en el norte del actual Iraq.
En la batalla de Arausio, 105 años antes de Cristo, Servilio Cepión, un militar romano inepto, condujo a sus tropas a una enorme derrota, en que fueron masacrados unos 80.000 soldados romanos en la actual Provenza francesa. Sus cuerpos insepultos fertilizaron tierras que durante años ofrecieron a los agricultores cosechas excelentes. Arausio propició una renovación en el ejército romano, ejecutada or Cayo Mario.
En la guerra de Flandes, entre 1567 y 1648 se produjo la larga batalla de Ostende, en la que los ejércitos católicos perdieron hasta 70.000 hombres en los asaltos a la plaza o la toma de Breda en 1.625. La guerra de Flandes fue quizá una de las causas de la declinación de España.
Una de las batallas más mortíferas de las guerras napoleónicas fue la de Borodin, que le costó 30.000 muertos al ejército francés y 60.000 a los rusos. La dudosa victoria le permitió a Napoleón entrar en Moscú, pero se presentó entonces un incendio que destruyó la ciudad y obligó a las tropas francesas a retirarse porque para ellos no había sino tierra arrasada.
De los 500.000 soldados franceses que iniciaron la campaña regresaron a Francia apenas 10.000, (Los únicos que pudieron hacer realidad el verso antiguo de François Villon: “Tornad francos a Francia, dulce patria”).
El número de muertos en batalla, la cantidad de víctimas, crece a medida que nos acercamos a los tiempos actuales. En 1916 en el Somme, Francia, hubo más de un millón y medio de víctimas.
El 1 de julio de 1916, después de cinco días de bombardeo, las infanterías británica y francesa se lanzaron sobre las líneas alemanas en el Somme, en el norte de Francia, durante la primera guerra mundial.
En pocas horas los ingleses, repelidos por las ametralladoras alemanas, habían sufrido 57.450 bajas, el peor resultado para su ejército en toda la historia. La batalla derivó en una lucha de desgaste en que no se ganaba casi terreno. A cambio de avanzar 12 kilómetros en un campo de 300 kilómetros cuadrados, los británicos tuvieron al final 420.000 bajas, los franceses 200.000 y los alemanes medio millón de muertos.
En Verdún, la batalla que sigue al Somme como carnicería en la primera guerra mundial, las trincheras quedaron niveladas, los pueblos convertidos en montones de ruinas; los bosques en una fronda de troncos desgajados y ramas calcinadas.
Un historiador alemán consigna: “Solamente durante los tres primeros meses, o sea, del 21 de febrero al 21 de mayo, los franceses tuvieron 190.000 muertos; los alemanes exactamente 174.215. Entiéndase muertos, no bajas”. En diciembre de 1916, tras nueve meses de combate las pérdidas eran de cuatrocientos a quinientos mil muertos en cada campo. Nunca antes se había luchado tanto por tan poco.
Von Hindenburg, responsable de detener la lucha, dice en sus memorias: “El campo de batalla (de Verdún) era un infierno y, en este sentido, no era muy grato para la tropa”. Una grajea de humor prusiano.
La más impresionante de todas las matanzas, y la última hasta ahora de sus características, no fue resultado de una batalla, sino un ataque artero y calculado contra población civil indefensa: las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, que superan con mucho todo lo que pudieron imaginar los antiguos.
Las bombas no fueron dirigidas tanto al Japón, que ya estaba vencido, como a Rusia, que aliado todavía ya se veía en los Estados Unidos como el enemigo futuro.
La ciudad de Hiroshima, de 400.000 habitantes, en un radio de unos tres kilómetros de la vertical de la explosión quedó convertida en un desierto humeante.
En el acto hubo 85.000 muertos, más otros 70.000 heridos graves que perecieron en las 48 horas siguientes.
En Nagasaki la bomba cayó el 9 de agosto de 1945. Causó inmediatamente unos 40.000 muertos. Hiroshima y Nagasaki eran las dos ciudades japonesas que antes y mejor se abrieron a la influencia y al comercio de occidente, pero no por eso hallaron gracia a los ojos de los Estados Mayores.