En las carteleras se exhibe ahora la película que la cineasta alemana Cordula Kablitz-Post ha rodado sobre la vida de esta mujer nacida en San Petersburgo, que, a los 18 años, después de una adolescencia mística, se había propuesto ejercer la libertad a toda costa como una forma de salvación personal. Más allá de la práctica del feminismo militante, se dedicó como deporte a probar hombres de máximo nivel, a sobrevolarlos, a enamorarlos y a abandonarlos a fin de hacerse inolvidable. Huidiza e imposible, en esta escalada Nietzsche fue para ella el primer peldaño.
Seriamente enfermo de sífilis en 1882, Nietzsche abandonó la Universidad de Basilea, donde impartía clases, y repartió su vida errante entre la nieve suiza y el sol de Italia. Fue en Roma, en la mansión de Malwida van Meysenbug, una famosa feminista alemana, que había abierto un salón literario, donde conoció a Lou Andreas-Salomé. El choque entre esta mujer libre y el misógino filósofo recalcitrante fue el esperado. Nietzsche se rindió ante su talento y le pidió matrimonio a primera vista con una declaración poética, babeante. "¿De qué astros del universo hemos caído los dos para encontrarnos aquí uno con el otro?". Esta descarga astral solo provocó una sonrisa en esta mujer extraordinaria, que en ese momento estaba enamorada del médico Paul Rée, amigo y discípulo del filósofo. Como forma de consolación Nietzsche propuso vivir con ellos un triángulo estético con un amor traspasado de idealismo pagano en la soleada Capri, con viajes a Niza y Venecia. Hay imágenes en que se ve a esta pareja de filósofos como jumentos tirando de una carreta y a Lou arreándoles con un látigo. En otra imagen aparecen los tres desnudos, ella entre Nietzsche y Paul Rée, que exhiben una gloriosa erección. No era, pues, tan platónico este paganismo soñado, pero el experimento amoroso, más allá de un masoquismo festivo, no funcionó.
El poeta Rainer Maria Rilke tenía 21 años cuando fue abducido por la personalidad de esta mujer, 10 años mayor que él. Rilke solo se sentía poeta. Se había hecho labrar un escudo familiar con dos lebreles rampantes y al amparo de una asignación de 200 guldas de su tío levantó en primer vuelo y recaló en Múnich donde enseguida realizó la primera captura. Rilke era un especialista en enamorar princesas, abducirlas con sus versos, hacerse invitar a sus palacios, demorarse entre sofás y cortinajes y abandonarlas en medio de suspiros y sollozos. En una cervecería conoció a la condesa Franziska von Reventlow, una criatura bellísima y bohemia, abandonada por la familia, que vagaba en medio de la soledad. Rilke ensayó con ella su forma particular de conquista. Una primera aproximación a través de la ternura, unos versos incandescentes y cuando la caza ya estaba entregada, el poeta huyó sin dejar de inundarla de bellos recuerdos a través de cartas y mensajes, de regresos y partidas.
Pero esta vez entró en su vida una pieza de caza mayor, no tan fácil de domar. Lou estaba casada con Friedrich Carl Andreas, un catedrático de Lenguas Asiáticas y ya había abatido a Nietzsche, un ciervo de 14 puntas. Ella y Rilke tenían la misma forma de amar. Entre los dos compusieron una pasión intelectual, una complicidad amorosa, y al mismo tiempo una sumisión atemperada por la admiración y una locura andrógina, que al final se transformó, como en otros casos, en una amistad estética compartida con el marido paciente y ambiguo. Vivieron juntos. Viajaron a juntos. Ella llevó a Rilke a San Petersburgo, su patria, y después sucesivamente habitaron en secretos refugios y no se sabe qué les producía a ambos más placer, si encontrarse o buscar cada uno por su lado la soledad. Esa pasión fue manantial de muchos poemas amorosos. "Apágame los ojos y te seguiré viendo, cierra mis oídos y te seguiré oyendo, sin pies te seguiré, sin boca te seguiré invocando". Incluso una mujer tan libre no pudo resistirse a estos versos. "Como la araña que teje la malla de su fina tela desde ti misma y te instalas en su centro —le susurraba al oído el poeta— feliz y sorprendida, atrapando mosquitos para devorarlos". Sin duda, reducir a Rilke a la categoría de mosquito fue una gran hazaña femenina.
Después Lou Andreas-Salomé estrenó la moda de hacerse psicoanalizar por el doctor Freud en su consulta de la calle Berggasse, 19, en Viena. Tumbada en el famoso diván cubierto con una alfombra persa, entre figuras paganas, diosas de la fertilidad y estatuillas egipcias, pellizcando cocaína pura, exhibió su sobrecargado subconsciente entre carcajadas. Lou rompió la primera regla del psicoanálisis: no enamorarse ni enamorar al psicoanalista, pero esta mujer consiguió salir ilesa del diván y llevar al doctor a la cama. Fue admitida en el Círculo de Viena.
Manuel Vicent para El País.-