Se suele escuchar reproches contra la gente de poco sentido práctico, recomendaciones para "dejar de volar" y mantenerse con los pies sobre la tierra, como pidiéndoles prueba de sano realismo y de saludable recuperación del sentido común.
Algunos incluso insisten en que el filósofo, o quien tenga tendencias demasiado reflexivas para la exigencia media del hombre actual, no aleje sus preocupaciones de los problemas de sus semejantes, incluidos los políticos y sociales, quizá tratando de adjudicarle un fin útil a la rara avis cuya presencia entre ellos es más molesta que esclarecedora.
Sin embargo, quien se sienta dado a la reflexión sin condiciones debe obviar estas objeciones, pedidos y exigencias y no admitir ningún límite prefijado: ni la tierra, ni la sociedad, ni el cosmos, agotan aquello a lo que él puede aplicarse, sea o no práctico o útil, sirva o no a los semejantes o a los diferentes.
En realidad, sus congéneres le piden mantenerse apegado a la tierra, a lo corpóreo, que es lo único que ellos pueden conocer y que creen agota todo lo que existe, que confunden sin más con todo lo que es y puede ser. Se trata de una situación intelectual más bien penosa, que ha involucionado a lo largo de los siglos, de una claudicación y de un descenso antes que de un logro del realismo ni de un progreso.
La preponderancia social del hombre de acción, que no tiene sino unos pocos siglos, ha ido acompañada de un avasallamiento sin igual de la naturaleza y de un ataque suicida del hombre a sus propias raíces naturales. El hombre de acción, librado a sí mismo, con doctrinas provisorias, "perfeccionables", que surgen de su propia práctica, a la que considera generadora de ideas, es ciego aunque pretenda ser vidente y como ciego guía de ciegos terminará en el abismo.
De la Redacción de AIM.