“Non ridere, non lugere, neque detestari, sed intelligere” (No reír, no lamentar ni detestar, sólo comprender) es el lema del filósofo racionalista holandés Baruch Spinoza, una cumbre de la filosofía occidental.
Si encontramos a alguien que esté a su altura, considerémoslo con cuidado porque hay muy pocos, son cada vez más escasos. Muchísimos en cambio se burlan, se niegan a comprender, están encerrados en sus limitaciones; otros se quejan y lamentan, ponen sus propios dolores por delante de la inteligencia o creen que la pasión y la indignación pueden reemplazar a la intelección; y muchísimos detestan lo que aparece como obstáculo en su camino, ponen su ego por delante de la inteligencia y ejercen la violencia o el desdén a casi todo propósito.
La frase que Spinoza tomó como lema está en el primer capítulo de su Tratado Político, una de los pocos trabajos que publicó en vida, aunque anónimamente: «Y, a fin de investigar todo lo relativo a esta ciencia con la misma libertad de espíritu con que solemos tratar los temas matemáticos, me he esmerado en no ridiculizar ni lamentar ni detestar las acciones humanas, sino en entenderlas. Y por eso he contemplado los afectos humanos, como son el amor, el odio, la ira, la envidia, la gloria, la misericordia y las demás afecciones del alma, no como vicios de la naturaleza humana, sino como propiedades que le pertenecen como el calor, el frío, la tempestad, el trueno y otras cosas por el estilo pertenecen a la naturaleza del aire.»
Se cumplieron hace poco, el 21 de febrero, 353 años de la muerte a los 45 años de Spinoza en La Haya, afectado de tuberculosis desde mucho antes. Era descendiente de una familia de judíos sefarditas que había huido de la península ibérica durante una persecución religiosa.
Orientado al rabinato, Spinoza recibió lecciones de Saúl Leví Morteira, pero poco a poco se manifestaron en él preferencias por las matemáticas y sobre todo por la filosofía de Descartes, al que admiró, siguió y superó.
Su conflicto con las tradiciones judías, que son no obstante uno de los puntales de su filosofía, se debía a que su pensamiento iba mucho más lejos que el de los rabinos de su tiempo. Por eso lo expulsaran de la sinagoga, dominada por los ashkenazis, más cerrados que los sefarditas como él.
La fórmula de la excomunión decía textualmente: “Maldito sea de día y maldito sea de noche; maldito sea cuando se acuesta y maldito sea cuando se levanta; maldito sea cuando sale y maldito sea cuando regresa. Que el Señor no lo perdone. Que la cólera y el enojo del Señor se desaten contra este hombre y arrojen sobre él todas las maldiciones escritas en el Libro de la Ley. El Señor borrará su nombre bajo los cielos y lo expulsará de todas las tribus de Israel abandonándolo al Maligno con todas las maldiciones del cielo escritas en el Libro de la Ley”.
Spinoza quedó fuera de una colectividad a la de que todos modos íntimamente sentía no pertenecer, privado de todo apoyo moral y material. Ningún judío podía acercarse a él.
Los fundamentos de la excomunión eran “las horribles herejías que practicaba y enseñaba, lo mismo que su “inaudita conducta” y su renuencia en apartarse del “mal camino”.
A pesar de la situación en que se veía, no se desdijo ni renunció a sus ideas, que mantuvo en reserva solo mientras vivió su padre. Con una determinación admirable, con la clara conciencia de sus fines, hizo de su vida una manifestación de sus ideas y encontró en el "amor intelectual de dios" la serenidad inconmovible de un sabio que no ridiculizaba ni lamentaba, sino que sólo comprendía.
De la Redacción de AIM.