Cuando lo iban a deportar se refugió en un sótano. Luego logró entrar a la mítica fábrica que contrataba a judíos para protegerlos de una muerte segura. Hoy comparte sus recuerdos y enseñanzas.
Francisco Wichter nació en Polonia hace 90 años. Sus padres y cinco hermanos murieron durante el nazismo. El estuvo en varios campos y logró trabajar en la fábrica de Oskar Schindler. Era el obrero 371 de la famosa lista. Cuando terminó la Guerra, llegó a la Argentina con su flamante esposa Hinda, otra judía sobreviviente del Holocausto. Acá trabajó de relojero y en confección, tuvo dos hijos (uno falleció joven cuando tenía dos chicos pequeños), seis nietos y ocho bisnietos y escribió el libro “Undécimo mandamiento” sobre su experiencia. El Congreso le otorgó la Mención de Honor Senador Sarmiento por su ejemplo de vida. A continuación comparte sus recuerdos y enseñanzas:
Soy uno de los poquísimos sobrevivientes en el mundo de la Lista Schindler. De las casi mil trescientas personas que fuimos, hay un hombre que reside en Miami y yo en Buenos Aires. No sé si alguien más.
He conocido el dolor más tremendo pero también el amor y la solidaridad. A mis 90 años entrego a los demás mi memoria. Quiero dejar el testimonio de mi historia. Ocurrió, sí, en un mundo que había enloquecido donde los hombres se habían vuelto animales, pero también los hechos acontecieron entre gente normal, más o menos mala o más o menos buena, algunos más valientes y nobles, otra más débiles y temerosos, gente decidida o vacilante.
Nací el 25 de julio de 1926 en un pequeño pueblo de Polonia. Me llamaron Faivel Wichter. Eramos una familia judía. Mi padre era zapatero. Me gustaba jugar con mis hermanos Hanka, Rosa, Zlota, Sara y Elías. Polonia era un país naciente que había declarado su independencia en 1918, apenas unos años antes de mi nacimiento, después de más de un siglo de ocupación por Prusia, Rusia y Austria. Recuerdo flores amarillas brotando. Llegaba el otoño. Todavía no hacía frío, todavía no llegaba la nieve. Yo tenía que empezar el colegio el 1 de septiembre. Quería empezar el colegio. Pero era 1939. Hitler invadió mi país. Y el mundo entró en guerra.
En esos días tenía la edad en la que, según el rito judío, se realiza la ceremonia del Bar Mitzvah. Son los trece años, el momento en que los jóvenes pasamos a ser considerados responsables de nuestros actos. Pero en mi caso no fue sólo la ley judía la que me hizo adulto sino la atrocidad de la guerra la que me empujó sin aviso a una adultez sin retorno.
Con toda mi familia huimos al campo. Una vecina me dio trabajo para que la ayudara en la cosecha y llevara las vacas para pastear. Una tarde vi a lo lejos una ciudad bombardeada. El humo subía al cielo y yo empezaba a ver a Polonia cada vez más gris. Luego de un tiempo, al igual que todos los judíos de la zona, recibimos la orden de abandonar nuestras casas y concentrarnos en la ciudad de Belzitz, en el centro del país. Era viernes, vísperas de Shabat, el séptimo día de la semana judía, el día sagrado. A la mañana siguiente empezamos a caminar. Tuvimos que dejar todo. Ni siquiera cerramos la casa. Mi último hogar en Polonia quedó abierto para siempre.
En la ciudad de Belzitz estaban los alemanes. Había una feria, llovía terrible. Los alemanes compraban frutas. Eran los nazis. Nos reunimos en la casa de mi tío. Mis primos habían preparado un escondite rudimentario bajo el piso de tablas en lo que había sido el sótano para guardar tubérculos. Eramos una familia grande pero sólo diez personas entraban en el escondite. Los adultos tuvieron que elegir. Hubo una reunión entre ellos, los niños no hablábamos. Eligieron a los más jóvenes de los que ya habían crecido. Escuché mi nombre. Mi hermana Hanka y yo estábamos entre los diez. Antes de bajar mi madre nos dijo: “Los que sobrevivan no olviden contar lo que pasó con nosotros”.
Tenía 17 años, mi madre cuarenta, mis hermanas Hanka, Rosa, Zlota y Sara quince, trece, once y nueve respectivamente. El menor, Elías, tenía cinco años y no iba a tener más. Los diez elegidos bajamos al escondite. Fue la última vez que vi a mi familia, a mi madre y a todos los demás. Esas miradas son imposibles de olvidar.
Pasamos muchas horas lentas en el escondite. Escuchábamos atentos el silencio, después gritos, ruidos de camiones. Esperamos hasta la oscuridad para salir. Cuando subimos vimos que no había quedado nadie. Los nazis habían elegido la fecha de Simjat-Torá, el día en que se baila con los rollos sagrados de la Torá y se recuerdan las Tablas de los Diez Mandamientos, para llevarse a los judíos y dejarme sin familia. Los mandamientos en la ley judía son diez. Pero mi madre me había enseñado el undécimo: “Sobrevivirás”. Toda mi vida me dediqué a cumplirlo.
Partimos nuevamente con mis primos y nos escondimos en un bosque. Estuvimos tres días sin comer hasta que una familia nos dio algo de grasa de chancho. Me acostumbré a no tener hambre. Vagué por los bosques hasta que supe que toda Polonia era una gran cárcel para los judíos. Nos perseguían los alemanes y los polacos que no eran judíos nos denunciaban. Recibían un kilo de azúcar o un octavito de vodka por cada uno de nosotros.
Pronto llegaría el invierno y no íbamos a sobrevivir a la intemperie. Volvimos cerca de Belzitz. La sinagoga seguía en pie y allí se concentraban sobrevivientes. Los nazis les permitían quedarse y trabajar. Nos daban comida que parecía agua. Pronto supe que todo era una trampa, la manera de juntarnos, hambrientos y exhaustos para después elegir a los que les sirvieran y matar a los demás. Quise escapar con mi hermana. Le propuse huir esa noche pero ella no tenía más fuerzas. A la madrugada escuchamos la fusilería. Escapé y tras varias vicisitudes ingresé en una cadena de crueldad que me llevó a través de varios campos de trabajo forzado: Poniatov, Budzin, Mieletz, Wieliczka, Plaszow, Gros-Rosen.
El horror, la casualidad, la voluntad de vivir y la intuición me llevaron de un modo extraño hasta la Lista Schindler. En el campo de Plaszow supimos que un empresario de Cracovia cerraba su fábrica por el avance del frente ruso y quería montar una de municiones en Brünnlitz, Checoslovaquia. Se llamaba Oskar Schindler. Los prisioneros de Plaszow estábamos catalogados como obreros metalúrgicos y, junto con los judíos que ya trabajaban para él, fuimos incluidos en una lista de gente que se iría para allá. Nos convertimos en la Lista Schindler: hombres y mujeres a quienes el destino les tenía previsto un respiro en medio del infierno.
En el otoño de 1944 ingresé a la fábrica como el trabajador número 371. Las condiciones del lugar eran las mismas que las de todos los judíos en ese momento: trabajo forzado y sin pago alguno. Pero el comportamiento de Oskar Schindler y su mujer Emilie era humano. No teníamos nombre ni ropa propia pero se comía bien, no se pasaba hambre y había buen trato. Siempre teníamos calefacción y agua caliente, incluso en las habitaciones colectivas donde dormíamos. Emilie se las arreglaba para conseguir remedios para los enfermos. No había muchas muertes pero cuando ocurría alguna se hacía un entierro por la noche, en un cementerio católico, con la mínima legitimidad de una ceremonia. Poder dar una sepultura, aunque no fuera judía pero por lo menos humana, era reparador. Yo me ofrecí como voluntario para hacerlo las pocas veces que hubo necesidad. A la mañana siguiente de la primera vez, me encontré con la sorpresa de que Emilie había asignado un kilo de pan extra como pago a cada enterrador.
Un representante de la Wehrmacht, las fuerzas armadas de la Alemania nazi, inspeccionaba periódicamente la producción. Schindler enviaba regalos a los nazis y los invitaba a cenas en las que servían productos extravagantes, se apoyaba en la metodología nazi para salvarnos la vida y los obreros le respondíamos porque queríamos salvarnos. Cuánto de su acción empezó como un negocio y cuánto como una empresa humanitaria no es fácil de decir, pero sí es evidente que en un momento se volvió exclusivamente una empresa humanitaria.
La fábrica debía producir balas antitanque. En todo ese tiempo fabricamos apenas un vagón de balas que además regresó en devolución. En el campo había más gente que puestos reales de trabajo. Eramos casi mil trescientos judíos para alimentar y también había unas trescientas bocas más, entre los rusos y polacos que constituían la planta asalariada del campo. También debían alimentar con una dieta diferente a los guardias nazis de la fábrica. Todo salía del dinero de los Schindler. Sus objetivos, claramente, se habían deslindado por completo del aspecto económico.
El 7 de mayo de 1945 amaneció celeste, era primavera. Algo extraño pasaba, la gente deambulaba sin trabajar. Oskar apareció en el patio acompañado por Emilie, se ubicaron arriba de una pequeña tarima. Oskar dio la orden de encender la radio. Nosotros nos paramos alrededor de los parlantes. En la radio de los Schindler escuchamos la voz de Churchill: Alemania se rendía en forma incondicional. Había terminado la Segunda Guerra Mundial.
Oskar nos agradeció el esfuerzo que todos habíamos hecho para sostener su fábrica, nos informó que la cerraba y que, a partir de se momento, cada uno de nosotros era libre. Atravesamos el portón de salida con emoción y miedo. Me fui de Brünnlitz una semana después de terminada la guerra.
Frente a las críticas que luego recibió Oskar, yo puedo decir que no podría haber tenido la fábrica de Cracovia sino del modo en que la tuvo, y no podría habernos salvado la vida sino como nos la salvó. El purismo no nos hubiera servido para nada a nosotros, “sus judíos”. Mi más sincero y profundo homenaje a un hombre muy valiente y noble. La historia le asignó un lugar mucho menor a Emilie del que realmente tuvo en nuestra supervivencia. Mi sincero y eterno agradecimiento a ella. Lo que cuenta para juzgarlos no son sus amigos circunstanciales o sus métodos, sino los resultados de lo que aconteció con nosotros: nos salvó la vida.
Antes de partir Oskar nos había entregado a cada uno tres metros de tela y una cajita de hilo cadena para coser. Era todo mi equipaje. No tenía ni una moneda. Tenía diecinueve años. Me subí a un tren. En Cracovia recibimos ropa y cinco dólares de parte de la organización judía Joint. Antes de sacarme el uniforme le pedí a un fotógrafo que había que me sacara una foto, es la que conservo con mi traje de prisionero. El viaje continuó hasta Italia.
En Roma conocí a Hinda, también de origen polaco y quien también había perdido a toda su familia en el genocidio. Había hecho un viaje similar al mío hasta instalarse en Roma. El 20 de abril de 1947 nos casamos y vinimos juntos a la Argentina, país del que sólo sabíamos que era grande, rico en tierras y con vacas iguales a las que estaban dibujadas en las estampillas.
Llegamos a Buenos Aires en el invierno de 1947. Desde entonces fui Francisco. No nos hicieron preguntas. “No importa, acá estamos en América” decían. “Silencio”, pedían. Y así fue. Con Hinda éramos jóvenes de veinte años. Habíamos vivido la misma pesadilla y teníamos el mismo proyecto: trabajar duro para construir una nueva generación judía y rehacer de las cenizas las familias que los nazis nos habían arrancado. Lo hicimos con mucho esfuerzo.
El pasado fue alejándose en el tiempo pero todo volvió de pronto en 1993 cuando vi la película “La lista de Schindler” de Steven Spielberg. Me afectó mucho. Algunas cosas no eran del todo como se cuentan pero fue muy importante. En esos días también vi a Emilie Schindler en un noticiero y me impactó profundamente. Intenté ubicarla de varios modos hasta que finalmente la vi en un acto en la AMIA. Me acerqué y le dije que era un sobreviviente de su lista. Desde entonces nos hicimos amigos. Mientras siguió viviendo en Buenos Aires vino a casa cada celebración de Pesaj a comer pescado y matzá en nuestra mesa.
Después de ver la película, por varios días, no pude dormir. Hasta que decidí, por primera vez, escribir mi testimonio. Durante ocho meses escribí sin pausa el libro que hoy se llama “Undécimo mandamiento”. Ahí cuento que la palabra felicidad no existe para los sobrevivientes, como no existe el olvido. Pero la vida me dio dos hijos, cinco nietos y ocho bisnietos que me hacen sonreír. El 20 de abril cumplimos 69 años juntos con Hinda. Estoy esperando el año próximo para llegar a los 70. A los 90 años y después de un largo camino puedo finalmente decir que he cumplido con el legado de mi madre.
Por Francisco Wichter para Clarín.
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