Hay quienes desean, dominados por la ira, aniquilar a adversarios que los han ofendido gravemente. Pero sin posibilidades reales de hacerlo, fantasean con rayos mortales o con venganzas simbólicas. En este punto no superan a la magia simpática, como el vudú, o a los cazadores paleolíticos que daban muerte en efigie a los mamuts antes de salir de cacería.
La apelación a una magia desencaminada es propia de la impotencia de quienes saben que no son capaces de llevar sus intenciones a la práctica.
Sin embargo, la técnica moderna, hija de la ciencia, es heredera de la técnica antigua, hija de la magia. En 1903 un científico ruso comunicó que había descubierto cómo concentrar la energía de una explosión y enviarla mediante rayos de onda corta a donde quisiera, para destruir lo que quisiera.
Parece que la carta fue interceptada por la Ojrana, la policía secreta del zar Nicolás II, quien tratando de curarse en salud dispuso eliminar al científico porque muy juiciosamente supuso que él mismo sería la primera víctima de un arma de aspecto mágico. Actuó como quien piensa: "muerto el perro, se acabó la rabia", y dejó por un momento de lado uno de los principios de la Ojrana: "dejar desarrollarse el movimiento revolucionario para luego liquidarlo mejor"
Muerte preventiva
El científico era Miguel Filipov, que fue asesinado en su laboratorio cuando tenía 45 años de edad. Una carta enviada a un periódico de San Petersburg, interceptada por la policía decía: “Toda mi vida he soñado con un invento que haría las guerras casi imposibles. Por sorprendente que parezca, recientemente hice un descubrimiento cuyo desarrollo práctico abolirá realmente la guerra. Estamos hablando de un método que he inventado para la transmisión eléctrica a una distancia de una onda de explosión y, a juzgar por el método utilizado, esta transmisión es posible a una distancia de miles de kilómetros, por lo que, habiendo hecho una explosión en San Petersburg, será posible transmitir su efecto a Constantinopla. El método es increíblemente sencillo y económico. Pero con tal conducta de guerra a las distancias que he indicado, la guerra en realidad se convierte en una locura y debe ser abolida. Publicaré los detalles en otoño en las memorias de la Academia de Ciencias. Los experimentos se ven ralentizados por el extraordinario peligro de las sustancias utilizadas, en parte muy explosivas y en parte extremadamente venenosas ".
Filipov tenía en mente el empleo revolucionario de su invento. Era marxista y trataba de divulgar sus ideas tanto como era posible en la autocracia zarista.
No vio, o no prestó suficiente atención a que el rayo, así como lo pensaba dirigido contra los enemigos de la revolución que anhelaba de modo de hacer imposible la guerra, podía también actuar en la dirección contraria, como casi todos los inventos.
El zar examinó personalmente los papeles incautados a Filipov y mandó destruir por completo el laboratorio y los originales de un libro del científico aún no publicado, llamado "La revolución por las ciencias o el fin de las guerras".
Filipov, asesinado "preventivamente", desplegó en su vida una actividad muy intensa: redactó una enciclopedia, fundó una revista que unió a todos los sabios rusos, escribió obras literarias y sobre el método científico y publicó artículos de Tolstoi y Gorki.
Está en el origen de la astronáutica rusa; la química le debe la traducción al francés, de modo de hacerla conocer en occidente, de la obra de Dmitri Mendéleiev, "Bases de la química", que contiene la célebre ley que permite construir la tabla periódica de los elementos.
El invento de Filipov nunca se concretó porque el zar y su policía lo impidieron, y también se perdió el libro que iba a ser el número 301 de sus publicaciones.
El rayo de Filipov no es algo fantasioso ni imposible. Algunas décadas después se inventó en los Estados Unidos la "bomba de argón": una explosión de dinamita en un tubo de cuarzo comprime el argón -un gas noble- hasta hacerlo muy luminoso. La energía lumínica se concentra en un rayo láser y puede viajar a gran distancia e incendiar objetos lejanos, por ejemplo aviones.
Filipov estudiaba las ondas ultracortas, de alrededor de un milímetro, que producía con un generador de chispas. Aunque las propiedades de estas ondas no son totalmente conocidas hoy, es posible que Filipov haya conseguido avances tronchados por la policía y el temor del zar. Nicolás II no pudo evitar de todos modos que él y toda su familia fueran ejecutados por los bolcheviques en Ekaterinenburg en 1918.
La intuición del zar
El escritor francés de origen ucraniano Jacques Bergier, uno de los autores de "El retorno de los brujos" especuló que si Filipov no hubiera muerto asesinado su invento se hubiera perfeccionado y usado en la primera guerra mundial y entonces todas las capitales de Europa y posiblemente de América habrían sido destruidas.
En tren de suposiciones, Bergier se preguntó: ¿Y qué hubiera pasado durante la guerra de 1939-1945? Si Hitler hubiese conocido el procedimiento de Filipov, ¿no habría destruido completamente a Inglaterra? Y los americanos, ¿no habrían aniquilado al Japón?
Según él, la actitud criminal del zar -que no pensaba sino en su propio pellejo- lo convirtió provisionalmente en un salvador de la humanidad. Provisionalmente, porque luego vino la crisis de los cohetes en Cuba, las amenazas nucleares con motivo de la guerra en Ucrania, el conflicto por Taiwan, etc.
Las dos caras
Algunas aplicaciones prácticas de la ciencia se han vuelto peligrosas al punto que una propuesta bastante inocente pide a los políticos no permitir la colaboración de científicos con militares ni con revolucionarios, como si fuera posible en el estado de cosas a que hemos llegado.
Las invenciones no tienen color moral intrínseco, por eso el rayo de Filipov pudo servir para ayudar a los revolucionarios, como él pensaba; pero también a los contrarrevolucionarios o para transmitir energía a distancia de modo de permitir la industrialización rápida de países rezagados.
Según Bergier, "Lenin conocía a fondo la obra de Filipov, que, ciertamente, influyó mucho en el. El célebre pasaje de "Materialismo y empiriocriticismo" sobre el carácter inagotable del electrón, ("el electrón es tan inagotable como el átomo, la naturaleza es infinita") procede directamente de un trabajo de Filipov.
El descubrimiento de Filipov está perdido, aunque sigue flotando la pregunta de si es posible transmitir a distancia la energía de las explosiones nucleares.
Los peligros de la ciencia, según Hawking
Stephen Hawking, físico cuadripléjico muerto en 2018, se sumó poco antes de morir a los que prevenían sobre la opacidad ética de la investigación científica. Advirtió que el mayor peligro actual y de los próximos siglos para la humanidad es el desarrollo de la ciencia y la tecnología, los posibles causantes de que la humanidad se destruya a sí misma en el futuro.
Hawking creía que la inteligencia artificial acabará por generar “desempleo tecnológico”, que llevaría a una población extremadamente pobre y en riesgo de desaparecer frente a los que controlan todo el poder.
Hawking no estaba en contra del desarrollo de la ciencia ni de la investigación, al contrario; pero quería ponerlo bajo un control estricto: "no seremos capaces de establecer colonias autosuficientes en el espacio durante los próximos cien años, por lo que tenemos que ser extremadamente cuidadosos en este periodo”. No vamos a parar de contribuir en el progreso o de revertirlo, pero debemos reconocer los peligros y controlarlos. El progreso es bueno, pero crea nuevas formas de que las cosas puedan llegar a ir mal”
La ciencia indigna
El uso de la ciencia y sus aplicaciones a favor del progreso, del que ella es una impulsora fundamental, está fuera de discusión. Pero el uso desviado, o dirigido solo a producir o mejorar beneficios económicos o militares midiendo poco y mal las consecuencias, es cada vez más significativo.
Filipov pensó haber descubierto un arma que aseguraría la paz del mundo; pero una década después de su muerte se declaró una guerra que iba a poner fin a todas las guerras, aunque lo que dejó fueron 17 millones de muertos y 20 millones de heridos, preparó otra guerra peor y tuvo la secuela de una peste que mató más que la metralla y los cañones.
Sin duda, el radio del pensamiento de Filipov no fue suficiente, quizá lo traicionó un optimismo de fondo que no encontró justificación en los hechos posteriores ni la tenía en los anteriores.
El físico italiano Giovanni Aldini fue un ejemplo de la opacidad ética de la ciencia, de que no hay beneficio sin perjuicio. Para mostrar los logros de su tío, Luis Galvani, conectaba electrodos a cadáveres, que sufrían convulsiones. Luego utilizó descargas en personas vivas con la finalidad de curar desórdenes mentales, lo que dio origen al electroshock usado en pacientes psiquiátricos.
Aldini protagonizó espectáculos más teatrales que científicos, de una crueldad que hoy es mucho más inaceptable que entonces. Un asistente a una de sus demostraciones en un teatro de Londres narra lo que vio: "Aldini, después de haber cortado la cabeza de un perro, hace que la corriente de una batería pase por ella a través de una varilla. El mero contacto provoca convulsiones terribles. Las fauces del perro abiertas, el castañetear de los dientes, los ojos en blanco en sus cuencas… Si no fuese porque la razón impidió que la imaginación se desbordara, casi se podría creer que el animal estaba sufriendo y había vuelto a la vida «.
La tortura innecesaria a los animales es un aspecto recurrente de cierta ciencia. En esta materia se destacó Harry Harlow, que expuso a monos a torturas, al punto de ser llamado "el Mengele de los monos".
Harlow quería ratificar la "teoría del apego" de las crías a sus madres. Para eso ideó varios experimentos. Como las monas sometidas a aislamiento no quedaban embarazadas, creó una estructura que llamó "el potro de las violaciones", donde las que las hembras eran atadas con correas y eran obligadas a ser fecundadas.
El control mental de poblaciones enteras tuvo como pionero a Sidney Gottlieb, psiquiatra militar norteamericano que buscó drogas capaces de "reventar la psique humana hasta tal punto que ésta admitiera cualquier cosa". Entre las iniciativas de Joseph Scheider -el nombre con que nació en Hungría- está tratar de matar a Fidel Castro envenenando sus zapatos o llenar su estudio de televisión con LSD esparcido con spray.
Gottlieb fue responsable del proyecto MK Ultra, que aplicaba a pacientes psiquiátricos, sin su consentimiento, choques eléctricos y grandes dosis de alucinógenos para desestructurar la mente, reducirlos a un estado infantil o de zombies y reestructurarlos, si era posible, de manera ideológicamente "correcta".
Robert White fue un neurocirujano estadounidense consejero del papa Juan Pablo II en temas de ética médica. White extrajo el cerebro de un perro y lo mantuvo vivo fuera del cuerpo. Más tarde trasplantó el cerebro de un perro en el cuello de otro y años después implantó la cabeza de un mono en el cuerpo de otro. Los monos vivieron algunos días, paralizados del cuello para abajo.
El alemán Fritz Haber es el creador de la guerra química. Afirmaba: "la muerte es la muerte, cualquiera que sea el medio para infligirla".
Obtuvo el premio Nobel por su contribución a los fertilizantes nitrogenados, que hicieron una carrera tan espectacular como dudosa; pero otra de sus contribuciones fue a la guerra química mediante el cloro como gas letal en las trincheras. Su mujer, Clara Immerwahr, se suicidó tras conocer el impacto que la creatividad de su marido había tenido en la I Guerra Mundial.
Los experimentos de Shiro
El teniente general y médico microbiólogo japonés Shiro Ishii tuvo autorización para hacer lo que quisiera con los prisioneros de guerra. Tras la invasión japonesa de Manchuria en 1931 creó la Unidad 731, disimulada como centro de potabilización de agua. Allí "trató" a miles de prisioneros de los que alrededor de 12.000 murieron como consecuencia de los experimentos a que fueron sometidos, aunque las cifras podrían ser mucho mayores. Eran infectados con gérmenes del cólera, tifus, difteria, botulismo, carbunclo, brucelosis, disentería, sífilis, para analizar en ellos la eficacia de algunas vacunas.
Ishii hizo experimentos colgando prisioneros cabeza abajo o les inyectaba aire en las venas para determinar el tiempo de aparición de la embolia.
Los prisioneros eran sometidos a bajas temperaturas hasta el borde de la muerte, para luego estudiar el tiempo de recuperación; recibían inyecciones de orina de caballo y de agua de mar; eran privados de alimentos, agua o sueño o recibían dosis masivas de rayos X.
Diseccionó mujeres embarazadas previamente fecundadas por su equipo, y probó en los prisioneros la eficacia de granadas y lanzallamas. Hizo algunos experimentos como cortar brazos y piernas para injertarlos en otros lugares del cuerpo.
Antes del fin previsible de la guerra, Ishii destruyó el centro de experimentación y todos los documentos, aunque se salvaron muchas fotografías. Finalmente, mandó asesinar a todos los prisioneros, sanos y enfermos.
Cuando iba a ser juzgado por los estadounidenses, obtuvo inmunidad a cambio de entregarles todos los datos que obtuvo en sus experimentos relacionados con la guerra biológica. Murió en 1959 cuando dirigía una clínica gratuita en Tokio.
De la Redacción de AIM.
Dejá tu comentario sobre esta nota