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Caleidoscopio
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Fabián Tomás Gómez y Anchorena, aristócrata.
Fabián Tomás Gómez y Anchorena, aristócrata.

Un rastacuero de arriba a abajo

Fabián Tomás Gómez y Anchorena, después Conde del Castaño, fue un vástago ejemplar de la oligarquía vacuna argentina, un tarambana casi perfecto, a la altura de Isidoro Cañones en la ficción y de Martín Alzaga Unzué, "Macoco", en la realidad.

La vida de Fabiancito comenzó en 1850 en Buenos Aires nadando en la opulencia totalmente irresponsable en que quiso criarlo su abuela, Estanislada Anchorena. Su madre murió cuando él tenía dos años y su padre cuando tenía seis. Más adelante dilapidó fortunas en Europa para terminar en la pobreza en un pueblo de Santiago del Estero, de donde era oriunda la familia de su padre.

El niño hacía y deshacía a piacere en la mansión de su abuela, donde nada se oponía a su capricho, que parecía tener el don de abrir todas las puertas y realizar todas las posibilidades, a mucha distancia del común de los mortales.

La biografía legendaria de Sidharta Gautama, el Buda Sakiamuni, muestra un príncipe protegido y consentido por su padre rey, al extremo de no permitirle saber que en el mundo había vejez, enfermedad y muerte. Pero al conocer súbitamente la realidad del dolor, al joven Sidharta se le reveló un camino para salir de ella cuando ya estaba al borde de morir de hambre.

Fabián podría servir como uno de tantísimos contraejemplos mundanos y triviales: persistió en lo único que sabía hasta su muerte con una pierna amputada después de "tirar manteca al techo" a dos manos mientras pudo, según el modelo de "Macoco" Alzaga Unzué.

Fabián y Macoco aparecen en "Cinco dandys porteños", de Pilar de Lusarreta. No obstante, y más allá de la contraposición de "dandy criollo" y "dandy profesional" que hace Pilar, les faltaba mucho para dandys, porque no se trataba solo de pretender excelencia mediante la distinción en el vestir ni de exhibir opulencia, sino de cultivar la inteligencia y el carácter y hacer de sí mismos una obra de arte, lo que caía bastante lejos de ambos.

A los 19 años, Fabián conoció a una cantante italiana en Buenos Aires e hizo algo propio de él: la llevó de inmediato a la iglesia de la Merced para casarse. El cura no quiso acceder a casar de madrugada a la pareja porque había algunos trámites y averiguaciones previas; pero Fabián y sus dos guardaespaldas lo obligaron revólver en mano. El cura informó al obispo, intervino la policía. Fabián y su enamorada fueron detenidos en un hotel y llevados a la comisaría. Intervino doña Estanislada, que los liberó pero pidió la anulación del matrimonio de su nieto por ser menor de edad y la consiguió tras largas tramitaciones, en que intervino la cancillería argentina para averiguar los antecedentes de la novia.

Resulta que Josefina Gavotti era casada en Italia, tenía dos hijas y abundantes aventuras que la habían llevado al "bel canto" por caminos menos bellos.

La historia vino a desembocar en esta noticia publicada en La Nación: “En Roma, el caballero argentino Fabián Gómez y Anchorena ofrece un millón de pesos a quien descubra el paradero del señor Fiori, marido de Josefina Gavotti, con la que contrajo matrimonio en Buenos Aires creyéndola soltera”.

El esposo de Josefina se llamaba Capra y no era el padre de sus hijas, sino Fiori, al que conoció después de huir de Capra.

En 1873 murió doña Estalislada. Mientras en Buenos Aires se tramitaba un complicado juicio por la herencia que Fabián entabló a sus tíos, enemistado con sus parientes por el caso Josefina, el tarambana se instaló en el faubourg Saint Honoré, en París, en una mansión que había sido de Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón III, y se dedicó a lo suyo: dilapidar sin medida ni otra preocupación que prever hoy el goce de mañana.

Carlos Ibarguren lo muestra asiduo de la Opera, de restaurantes lujosos, casinos, hipódromos, teatros y cabarets de moda. Dice que Fabián -o mejor el jugo dorado de las pampas que dejaba caer a raudales- no tardó en ser rodeado por un enjambre de vividores y adulones en los corsos del bois de Boulogne o en el yate “Enriqueta”, fondeado en el Sena.

Entre la turba de adulones tenían luz propia los parientes de la exiliada reina de España, Isabel II, derrocada por la "gloriosa revolución" de 1868, que trataban de coronar a Alfonso, hijo de Isabel. Alfonso tenía en la cabeza pretensiones a medida de su alcurnia, pero poco efectivo en las manos. Allí estaba entonces Fabián, que le libró cheques en blanco a favor de una causa que seguramente apenas conocía.

Las pretensiones del hijo de Isabel se concretaron en 1874, cuando fue coronado rey de España con el nombre de Alfonso XII. Para algunos "aristócratas" argentinos la Pampa era el lugar de donde llegaban los cheques a París; el monarca tuvo memoria de los cheques sobre los que llegó montado y Fabián se convirtió a bajo precio en Conde del Castaño, reivindicando según sus biógrafos un antepasado que para hacer juego con el título había vivido en tiempos de Maricastaña, "cuando hablaban las calabazas", según Cervantes.

En Madrid, donde se instaló con la monarquía restaurada, el Conde del Castaño se casó con María Luisa Fernández de Henestrosa y Pérez de Barradas, que arrastraba una larga e intrincada tradición nobiliaria.

Con ella se vino a Buenos Aires para instalarse en una residencia rodeada de jardines; pero poco después María Luisa enfermó y quiso volver a España, donde murió.

En un barquizano típico, deprimido circunstancial, amigo de los grandes gestos, manifestó intenciones de hacerse monje; pero recuperó sus costumbres rápidamente de nuevo en París, Londres y Roma.

Sus "amigos" se llamaban a sí mismos "peregrinos del placer" mientras navegaban en su yate. En París, Fabián ofreció al pretendiente del trono de Holanda un banquete memorable en el Café Anglais.

Según el relato de un asistente, el militar uruguayo Eugenio Garzón, "a los postres, cuatro lacayos, con el escudo del Castaño bordado en sus libreas, traen sobre angarillas, en enorme bandeja, un gigantesco “vol au vent”, ante el asombro de los comensales, al ponerse el pastel en una mesa, derrúmbase la masa de hojaldre y de su interior surge, como la Venus de Boticelli, la famosa “cocotte” Cora Perl completamente desnuda, solo con un collar de perlas de ocho hilos que le bajaba del cuello hasta el ombligo"

El postre que le ofreció la realidad fue duro de tragar: le llegaron al conde desde las Pampas noticias de que estaba fundido. Regresó a Buenos Aires después de vender su palacete de París, sus muebles, su coche, sus caballos y su yate.

Consciente de su insolvencia, no perdió sus hábitos. Empezó por reclamar a sus parientes cinco millones de pesos que se le ocurrió le debían de la herencia. No tuvo suerte y vendió todo lo que le quedaba para pagar a sus acreedores, que eran tan abundantes como la nube de obsecuentes que lo rodeaba antes, pero tenían una cara muy diferente.

Estaba peleado con su familia, no tenía amigos ni a quién pedir ayuda. Se fue a vivir a General Pirán, un pueblo del sur de la provincia de Buenos Aires en un rincón de un campo que le había pertenecido y que había entregado a su abogado como pago del trámite de la herencia de doña Estanislada.

Despuntaba una de las inclinaciones de su vida oficiando de jurado en las elecciones de reinas de belleza en la sociedad española, porque según observaban los lugareños era muy aficionado a las chicas.

Ya tenía cincuenta años y vivía con una viuda más de 20 años menor que él cuando en 1900 le amputaron una pierna gangrenada. En sus viajes de Pirán a Buenos Aires se alojaba con sus muletas en un hotelucho de la calle 25 de Mayo.

Pero la suerte no lo abandonó del todo: Aarón de Anchorena, uno de sus primos, lo llevó a la casa de su madre, Mercedes Castellanos, que vivía en el Palacio Anchorena, hoy sede de la cancillería argentina con el nombre de Palacio San Martín.

Ese encuentro le sirvió para reconciliarse con su familia y recibir una pensión vitalicia de 1000 pesos mensuales, mucho para la época en que un teniente del ejército ganaba menos de 100 pesos.

Mutilado y pobre -por lo menos con relación al pasado- se casó en Pirán con Victoria Ponce, él con 62 años y ella 40. Cuando la salud de Victoria flaqueó, Fabián recordó el pasado santiagueño de su familia paterna y se instaló en Icaño, en la margen derecha del río Salado, donde murió muy pero muy lejos de los placeres mundanos que le permitió el dinero; tenía 68 años. Como otros de su clase creyó eterna su fortuna, un bien interior que nada le podía quitar; pero en realidad vivió un cuarto de hora irrepetible de la historia argentina. La vida le sonrió al principio; al final lo mordió pero le permitió hacer historia a base a extravagancias.
De ña Redacción de AIM.

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