Por el economista Ignacio Vila, de Revista PPV, especial para AIM. El pasado lunes 7 de octubre, en la Facultad de Agronomía y Veterinaria de la Universidad Nacional de Buenos Aires, Alberto Fernández y Daniel Arroyo presentaron en sociedad la propuesta “Argentina sin hambre”. Por primera vez en muchos años, la dirigencia del campo popular planteó públicamente una realidad que ha sido destacada por diversos sectores: si en nuestro país se producen alimentos para 400 millones de personas, cerca de 10 veces más de lo que necesitamos fronteras adentro, resulta inadmisible que haya compatriotas con hambre o mal alimentados.
A partir de este eje central, Alberto Fernández convocó a dar “una batalla que moralmente nos hará una gran sociedad” para terminar con el hambre en la Argentina. La propuesta pone al Estado como actor central para acabar con este estigma, aunque convoca a todos los sectores a sumarse a la pelea: a la agricultura familiar, a la Economía Popular, Social y Solidaria, y a las multinacionales alimenticias. “De una vez, olvidemos las diferencias, olvidemos lo que nos separa y pensemos en cuánto nos necesitan los que la están pasando mal”, afirmó Fernández en el cierre de su discurso.
Sin dudas, estamos ante una propuesta que eleva la moral nacional y pone a la sociedad a debatir una problemática central. Al mismo tiempo, es necesario entender cómo se llegó a esta situación y cuáles han sido los ganadores y los perdedores del hambre.
Un problema más distributivo que productivo
El problema del hambre no se vincula con una cuestión nacional, sino que se trata de una problemática global. Pero a diferencia de muchos otros países que sufren del mismo vestigio, Argentina es uno de los mayores productores de alimentos del mundo. En su libro “Soberanía Alimentaria y Desarrollo”, el titular de la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria, Carlos Carballo, afirma: “Argentina constituye un claro ejemplo de que el hambre tiene poco que ver con la producción de alimentos (…) En el granero del mundo de principios del siglo XX, e integrante distinguido de la ‘República Unida de la Soja’ (según “Syngenta”) un siglo después, sobra e incluso se tira comida y aún se incrementa la pobreza”.
En su informe “El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo 2019”, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) destacó que en América Latina y el Caribe las tasas de subalimentación se incrementaron en los últimos años como consecuencia de la situación en América del Sur, donde el porcentaje de personas con hambre aumentó del 4,6 por ciento en 2013 al 5,5 en 2018.
En fin, no se trata de un problema productivo, sino más bien distributivo. La concentración de la riqueza en pocas manos es lo que ha privado a millones de argentinos de un plato de comida. La mercantilización de los alimentos, la expulsión de cientos de miles de pequeños productores de alimentos en todo el país, la concentración de la industria alimenticia en un puñado de empresas, la cartelización de los grandes supermercados y el avance de los monocultivos con sus paquetes tecnológicos tienen un altísimo grado de responsabilidad en la situación actual. Para ilustrar este punto es preciso mencionar que el 80 por ciento de la superficie productiva de nuestra Argentina está ocupada por soja, maíz y algodón. En los tres casos se trata de cultivos transgénicos cuya práctica productiva está anclada en la aplicación de glifosato.
La primera política de estado del siglo XXI
En este marco, es el director de la empresa alimenticia Syngenta quien, paradójicamente, ofrece los primeros aportes privados para la lucha contra el hambre. Bienvenidos sean. Pero no se puede dejar de resaltar que se trata de una empresa multinacional denunciada en todo el mundo por ser protagonista de la generación de hambre, malnutrición y desastres ecológicos.
Reducir el hambre en el corto plazo requiere del aporte de todos. Construir una sociedad sin hambre que prepare a las nuevas generaciones para la sociedad del conocimiento, como planteó Daniel Arroyo, requiere más que el aporte voluntario de las grandes multinacionales alimenticias. Se trata de recuperar la idea de un Plan Nacional de producción de alimentos que permita a los pequeños y medianos productores, a la agricultura familiar y a las cooperativas agroalimentarias contar con tierra, capital de trabajo, tecnología y mercados propios donde ofrecer a los argentinos productos frescos e industrializados. Es preciso desconcentrar, diversificar y reemplazar al modelo actual de producción de commodities para la exportación, por uno que produzca alimentos de calidad para alimentar y nutrir adecuadamente a nuestro pueblo, que cuide el medio ambiente y que permita el desarrollo económico en “las provincias de la periferia de nuestra Argentina”, como dijo Alberto Fernández.
El desafío se puso en juego. La primera política de Estado del siglo XXI, como aseguró Daniel Arroyo, es el más urgente y humano de los planteos que la clase dirigente haya asumido en los últimos años. Vienen tiempos de debates arduos y estructurales. Pero más allá del planteo inclusivo y de la necesidad de la participación de todos los actores del mundo alimenticio nacional, existen modelos en pugna que disputarán el espacio central.
Para explicar la creación del Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (Iapi), Juan Domingo Perón decía que, para vencer a los monopolios, era necesaria la aparición fuerte del Estado nacional. “Para vencer a un elefante hay que salir con otro elefante”, aseguraba. Hoy, los elefantes están más vivos que nunca. ¿Habrá que enfrentarlos, domesticarlos o se sumarán voluntariamente a las nuevas ideas del frente nacional?