El 6 setiembre de 1930, general José Félix Uriburu lideró el primer golpe de Estado de la historia contemporánea argentina y dio inicio a un largo ciclo de inestabilidad política cuyas sombras se extendieron hasta principios de la década de 1990, cuando fue desbaratado el último levantamiento militar “carapintada”.
El derrocamiento del presidente Hipólito Yrigoyen, elegido en 1928 con más del 57 por ciento de los votos, fue sencillo. Bastó la movilización de 600 cadetes y oficiales del Colegio Militar de la Nación y un destacamento de la Escuela de Comunicaciones de El Palomar. Yrigoyen y su vicepresidente –el ex gobernador radical de Córdoba Enrique Martínez– fueron obligados a renunciar. Pero, tras la aparente simplicidad del operativo, subyacían vastos apoyos civiles.
Para un amplio abanico de fuerzas identificadas con un conservadurismo liberal, el gobierno era la expresión de los vicios de la democracia: el caudillismo, el favoritismo político, el uso del presupuesto para fines partidarios y la demagogia.
El editorial del diario La Nación del 7 de septiembre definía la jornada de la víspera como una epopeya y –anticipándose al juicio de los historiadores– señalaba que sería recordada como uno de los momentos de “mayor comunión espiritual entre el pueblo y su Ejército”. En contraste, la noche anterior, los golpistas habían incendiado el diario radical La Época y saqueado el filo-radical diario La Calle .
En Córdoba, el 8 de septiembre, fue detenido por su posición antigolpista el entonces director de La Voz del Interior, José Carceglia. El mismo 6 de septiembre, este diario sostenía en su portada, invirtiendo una famosa frase de Leopoldo Lugones, que “no había llegado la hora de la espada” y calificaba con sorna de “militarotes brutos” a los golpistas que volteaban gobiernos en América latina.
Una segunda fuerza que promovió decididamente el golpe fueron los nacionalistas. Para ellos, el quid de la cuestión era otro: no se trataba sólo de sacarlo a Yrigoyen, sino de cambiar el régimen institucional.
dmiradores de la España del dictador Miguel Primo de Rivera, de la Italia de Benito Mussolini y de la extrema derecha francesa referenciada en el pensador Charles Maurras, desconfiaban de los políticos, el Parlamento y el sufragio universal.
La organización Liga Republicana y el semanario La Nueva República eran sus destacados voceros. Cuando, en diciembre de 1928, ese semanario celebró su primer aniversario, tuvo como invitado de honor al general Uriburu. Esto marca una diferencia importante con el sector golpista liberal conservador, cuyo militar preferido era el general Agustín Pedro Justo.
Una tercera fuerza desestabilizadora fue la Iglesia Católica. En el atardecer del 6 de septiembre, las iglesias de Buenos Aires iluminaron sus fachadas en señal de fiesta. No en vano 10 días antes del golpe de Estado, el diario del Obispado cordobés Los Principios titulaba su editorial: “A crisis de patriotismo, gobiernos militares”, y explicaba que los militares conservaban el patriotismo “ausente” en “las masas y sus gobernantes”.
De allí, las críticas que el matutino dirigía a la Ley Sáenz Peña. “La primera falla de nuestro régimen es el sufragio universal”, advertía en otro editorial, y añadía: “La multitud no piensa (...) es dócil al halago, blanda a la promesa. Ciega para discernir dónde está el bien y dónde el mal. Y con el sufragio universal esa multitud, sin categoría ni conocimiento, es la que nos rige. La que nos gobierna. Es la que ha sumido al país, por medio de sus representantes, dignos de ella, en el estado en que se encontró cuando la espada militar hizo su aparición salvadora”.
Una cuarta fuerza golpista fueron las asociaciones patronales que rechazaban la política social de Yrigoyen. La ley 11.544, de ocho horas de trabajo, y la disminución de los precios de los alquileres y arrendamientos fueron calificadas de demagógicas.
También causó hondo descontento en las empresas Standard Oil y Royal Dutch Shell la decisión de bajar el precio de la nafta y otorgar a la entonces Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) la facultad de imponer un precio uniforme en el mercado argentino. Su respaldo explícito al proyecto de nacionalización del petróleo, bloqueado en el Senado, erizaba aún más la animadversión del capital extranjero.
La crisis económica mundial de 1929, con sus secuelas de reducción de exportaciones, interrupción de inversiones de capital e inflación, dibujaba, asimismo, un horizonte de incertidumbres que, a juicio de los golpistas, el anciano radical, de 78 años, era incapaz de conjurar.
En Córdoba hubo un esbozo de resistencia al golpe. Una manifestación de protesta fue tiroteada desde la sede del Club Social, lo que provocó la muerte de César Clérici, primera víctima de la dictadura de Uriburu. Pocos días después, se quemaron libros de militantes sociales –por primera vez en nuestra historia provincial– en el patio del cuartel de Bomberos. Amadeo Sabattini se exilió en Paraguay.
Se iniciaba una era de penumbras para las instituciones democráticas de la Argentina.
Tomado de un trabajo de César Tcach, director de la escuela de formación política de la Universidad Nacional de Córdoba