El clero católico es una corporación supersticiosa en sentido etimológico: lo que subsiste como cáscara rígida una vez que el cuerpo ha muerto. La palabra “clero” aludía a los que saben, los instruidos, los intelectuales, por contraposición a los laicos, que eran los ignorantes, los que no sabían y no estaban por eso en condiciones de comprender la doctrina y había que mantenerlos con leyendas al alcance de sus capacidades.
Las palabras van cambiando su significado con el tiempo, pero estos cambios a veces son muy significativos del rumbo que va tomando la mentalidad general, que es constitutiva de la civilización. Hoy hay gente que reclama con orgullo un “Estado laico“ y convertir en laica a toda la sociedad.
Así como hay “laicos” orgullosos, hay “feministas” tanto o más combativas que ellos. Recordemos el extraordinario grito de guerra escrito en las paredes de Paraná cuando el último congreso de mujeres: “La lucha, la lucha, empieza en mi cachucha”. “Femenino” es una palabra inventada por el clero a partir de “fe minus” o fe menor, débil o floja, una “fe-menina” o chica. Es decir, la fe de las mujeres en contraposición desfavorable con la fe vigorosa de los varones.
Ahora se proclama bien alta la fe-menina por mujeres que vituperan al clero, al catolicismo y toda creencia “mítica”, pero llevan su grano de veneno en las entrañas, colocado allí por los monjes de los primeros siglos.
Un cura argentino le dijo a Jorge Bergoglio, el Papa Federico, en Roma: “Santidad, el mundo admira el modo de predicar que tenemos en Buenos Aires”. También el Interior "admira" el modo de gobernar que tiene Buenos Aires, por ejemplo el buen número de gobernadores “alineados incondicionales” que esperan una señal del poder absoluto para pasar al frente mientras relojean a los otros para tratar de madrugarlos. El mundo tendrá que aguantarse un Papa porteño como el Interior argentino aguanta a Buenos Aires.
No estamos lejos, estructuralmente, que los que exigen ser ignorantes (laicos) o tener una fe menor (feministas). La evolución de las palabras corre paralela a la de las mentes, y éstas son un síntoma del camino que lleva la civilización.
Hay otro aspecto que es más importante: para impedir la penetración del modo de vivir y actuar que se está convirtiendo en mundial hay por lo pronto dos barreras defensivas: El idioma, que preserva la experiencia social milenaria, y las creencias, con las que la gente se siente identificada emocionalmente, visceralmente.
A derribar ambas barreras apunta ahora el Imperio con toda fuerza y claridad. La destrucción del idioma está en marcha. Las propagandas comerciales se dictan en inglés, los mensajes con que topamos en internet están en inglés, todos los días las palabras más corrientes del castellano se reemplazan con palabras inglesas “más cómodas”.
En Irlanda, siete siglos bajo dominio inglés, quienes eran sorprendidos por los ingleses hablando el idioma nativo eran ejecutados de inmediato, lo mismo que los maestros a los que se sorprendía dando clases a los niños, a veces bajo los árboles.
En el sur argentino, una vieja ona decía que sabía su idioma pero ya no tenía con quién hablarlo y recordaba que cuando era joven había varios de su tribu, pero los patrones no los dejaban hablar entre ellos sino en castellano. Lo que querían los patrones era impedir cualquier unidad que pudiera volverse contra ellos en forma de rebeldía, y por eso, para disgregar, nada más adecuado que impedirles el uso de aquel signo de pertenencia que es el lenguaje.
La otra barrera está siendo atacada cuidadosa y sistemáticamente por el Imperio por misioneros que vienen por miles a Sudamérica desde el Norte, no a propagar el destino manifiesto, sino las ideas de alguna secta protestante o de libre creación de los delirantes que allá abundan y que como es natural en ellos, saben unir el delirio al negocio.
No interesa qué absurda sea la prédica, a menudo dionisíaca con éxtasis y desmayos. Siempre conseguirá adeptos e irá minando las creencias tradicionales propias de la comunidad, hasta reducirla a nada. En este caso, el clero colabora con su propia corrupción, su insistencia en ritos mortuorios o sin sentido, su lujo agresivo y chocante, su incomprensión y varias otras cosas.
Pero del otro lado colaboran también los adversarios de buena fe del Imperio, que trabajan con él para destruir las defensas del enfermo y acelerar su muerte, que es la muerte de ellos mismos.
Hoy, el catolicismo es sobre todo el triunfo de los juristas apegados a la letra (iglesia dogmática), de los hombres de acción creyentes en la fuerza y ávidos de poder (iglesia militante), de los mercaderes usufructuarios de la usura. A todos ellos los enjuició el Jesús que muestran los evangelios canónicos, pero hoy su triunfo no tiene oposición.
Pero cabe discernir cuál es el enemigo principal y cuál el método más adecuado para combatirlo o por lo menos resistir hasta el fin.
El enemigo principal es el Imperio, que no se funda en ninguna religión que no sea financiera, y para resistir hay que fortalecer los mecanismos de defensa del agredido y entre ellos están sus creencias tradicionales y su idioma. No solo el castellano sino los de los pueblos originarios, y no solo las creencias inculcadas por los curas sino las muchísimo más valiosas relacionadas con la tierra y la armonía vital, que han soportado medio milenio de las peores vejaciones.
De la Redacción de AIM.