La afirmación de que el medio de comunicación aísla no es válida sólo en el campo espiritual. No sólo el lenguaje mentiroso del anunciador de la radio se fija en el cerebro como imagen de la lengua e impide a los hombres hablar entre sí; no sólo el anuncio de la Pepsi-Cola sofoca la de la destrucción de continentes enteros; no sólo el modelo espectral de los héroes cinematográficos aletea frente al abrazo de los adolescentes y hasta ante el adulterio.
El progreso separa literalmente a los hombres. Los tabiques y subdivisiones en oficinas y bancos permitían al empleado charlar con el colega y hacerlo partícipe de modestos secretos; las paredes de vidrio de las oficinas modernas, las salas enormes en las que innumerables empleados están juntos y son vigilados fácilmente por el público y por los jefes no consienten ya conversaciones o idilios privados. Ahora incluso en las oficinas el contribuyente está garantizado contra toda pérdida de tiempo por parte de los asalariados. Los trabajadores de hallan aislados dentro de lo colectivo. Pero el medio de comunicación separa a los hombres también físicamente. El auto ha tomado el lugar del tren. El coche privado reduce los conocimientos que se pueden hacer en un viaje al de los sospechosos que intentan hacerse llevar gratis. Los hombres viajan sobre círculos de goma rígidamente aislados los unos de los otros. En compensación, en cada automóvil familiar se habla sólo de aquello que se discute en todos los demás de la misma índole: el diálogo en la célula familiar se halla regulado por los intereses prácticos. Y como cada familia con un determinado ingreso invierte lo mismo en alojamiento, cine, cigarrillos, tal como lo quiere la estadística, así los temas se hallan tipificados de acuerdo con las distintas clases de automóviles. Cuando en los weekends o en los viajes se encuentran en los hoteles, cuyos menus y cuartos son –dentro de precios iguales- perfectamente idénticos, los visitantes descubren que, a través del creciente aislamiento, han llegado a asemejarse cada vez más. La comunicación procede a igualar a los hombres aislándolos.
Sociedad de masas
A la civilización de los divos pertenece, como complemento de la celebridad, el mecanismo social que iguala todo lo que sobresale de cualquier forma: ambos constituyen los modelos de la confección en escala mundial y de las tijeras de la justicia jurídica y económica, que eliminan hasta las últimas saliencias.
La tesis de que al nivelamiento y a la igualación de los hombres se opone, por otro lado, un refuerzo de la individualidad en las llamadas personalidades dominantes, en relación con el poder de éstas, es errónea y a su vez forma parte de la ideología. Los amos fascistas de hoy no son superhombres sino funciones de su propio aparato publicitario, puntos de entrecruzamiento de las mismas reacciones de millones. Si en la psicología de las masas contemporáneas el jefe no representa tanto el padre como la proyección colectiva y desmesuradamente dilatada del yo impotente de cada individuo, las personas de los amos corresponden efectivamente a tal modelo. No es por azar que tienen aire de peluqueros, actores de provincia o periodistas de ocasión. Parte de su influencia moral deriva justamente del hecho de que ellos, impotentes en sí mismo y similares a cualquier otro, encarnan –en sustitución y en representación de todos- la entera plenitud del poder, sin ser por ello nada más que los espacios vacíos en lo que el poder ha venido a posarse. No es tanto que sean inmunes a la ruina de la individualidad, sino más bien que la individualidad en ruina triunfa en ellos y se ve de alguna forma recompensada por su disolución. Los jefes se han convertido completamente en lo que siempre fueron un poco durante toda la época burguesa: actores que recitan el papel de jefes. La distancia entre la individualidad de Bismarck y la de Hitler no es inferior a la que existe entre la prosa de Pensamientos y recuerdos y la jerga ilegible de Mi lucha. En la lucha contra el fascismo no es tarea sin importancia la de reducir las imágenes hinchadas de los jefes a medida de su nulidad. Por lo menos en la semejanza entre el peluquero judío y el dictador el film de Chaplin ha tocado algo esencial.
Propaganda
Propaganda para cambiar el mundo: ¡qué tontería! La propaganda hace de la lengua un instrumento, una máquina. Fija la constitución de los hombres tal como se han vuelto bajo la injusticia social en el momento mismo en que los pone en movimiento. La propaganda cuenta con poder contar con ellos. En lo íntimo cada cual sabe que a través del medio él mismo se convierte en medio, como en la fábrica. La ira que advierten sí cuando siguen a la propaganda es la antigua rabia contra el yugo, reforzada por la sensación de que la salida indicada por la propaganda es falsa. La propaganda manipula a los hombres; al gritar libertad se contradice a sí misma. La falsedad es inseparable de la propaganda. Los jefes y los hombres gregarios se reencuentran en la comunidad de la mentira a través de la propaganda, aun cuando los contenidos sean justos.
Para la propaganda, incluso la verdad se convierte en un simple medio más para conquistar adherentes; la propaganda altera la verdad en el acto mismo de formularla. Por ello, la verdadera resistencia ignora la propaganda. La propaganda es antihumana. Da por descontado que el principio según el cual la política debe nacer de una comprensión común no es más que una forma verbal.
En una sociedad que fija prudentemente límites a la superabundancia que la amenaza, todo lo que nos es recomendado por otros merece desconfianza. La advertencia contra la publicidad comercial, en el sentido de que ninguna firma da nada por nada, vale en todos los campos, y tras la moderna fusión de los negocios y la política, vale sobre todo respecto a la propaganda política. La intensidad del battage es inversamente proporcional a la calidad. La fábrica Volkswagen depende de la publicidad mucho más que una Rolls Royce. Los intereses de la industria y de los consumidores no coinciden ni siquiera cuando aquélla busca seriamente ofrecer algo. Incluso la propaganda de la libertad puede engendrar confusión, puesto que debe anular la diferencia entre la teoría y la peculiaridad de los intereses de aquellos a quienes se dirige. Los líderes obreros asesinados en Alemania se vieron defraudados por el fascismo, incluso respecto a la verdad de su propia acción. Si el intelectual es torturado hasta la muerte en el Lager, los obreros afuera no deben estar necesariamente peor. El fascismo no era la misma cosa para Ossietzky y para el proletariado. La propaganda los engañó a ambos.
Sospechosa, realmente, no es la descripción de la realidad como infierno, sino la exhortación igualizada a salir de él. Si el discurso debe hoy dirigirse a alguien no es a las llamadas masas ni al individuo, que es impotente, sino más bien a un testigo imaginario, a quien se lo dejamos en herencia para que no desaparezca por entero con nosotros.
Por Theodor Wiesengrund Adorno y Max Horkheimer, filósofos de la escuela de Frankfurt.